EL SONIDO Y LA FURIA
MARTÍN CASILLAS DE ALBA
“Primer programa doble de mi vida: King Kong y Gunga Din”.
Ciudad de México, sábado 21 de septiembre, 2019. – Las cosas se van sucediendo atravesadas por el azar como me pasó esta semana después que el doctor Jack Masri, dentista genial, “hijo de tigre, pintito”, me puso una muela sin dolor alguno. Salí tan feliz que decidí tomarme la mañana y pasar a la librería Gandhi de Palmas para ver si estaba en la mesa de novedades Catarsis para colmar las grietas del alma. Me dicen que estará este próximo lunes.
Lo que encontré fue el libro Luz armada (Joaquín Mortiz, 2019) de Vicente Quirarte que emocionado lo compré para leerlo en cuanto pudiera después de caminar para tomar el Metrobús en Campo Marte, subirme al segundo piso y disfrutar del paisaje del Paseo de la Reforma en tiempo de aguas. Las nubes formaban esos tendidos que iban del gris-azulado al ennegrecido cuando trasbordé al Metrobús que va a La Joya para sentarme y ponerme a leer el libro de Quirarte en lugar de los rostros de las pasajeras y sus hábitos de maquillaje.
La lectura me atrapó imaginado esas historias envueltas en una amorosa nostalgia, en un duelo lastimoso con esto que decía Rilke: “quién nos conformó así que vivimos despidiéndonos siempre”, mientras leo con esa melancolía con la que se expresa Quirarte recordando a su madre Luz, a la que le agregó “armada” en el título de su libro y yo, en un lapsus, creo que dice “amada” por el amor que le tenía Vicente, este poeta, escritor, ensayista, intelectual y buen amigo, quien me regaló, justo a tiempo, un libro sobre Louis Sullivan de la Escuela de Arquitectura de Chicago, pues sabía que estaba escribiendo en 1995 Confesiones de Maclovia y que iba a incorporar al abuelo Guillermo de Alba, quien había estudiado en Chicago a finales del XIX.
Luz Castañeda Ibarra, su madre, nació en Silao un poblado que Vicente conoció un día de pasada. Mejor esas otras anécdotas de su infancia en la ciudad de México: cuando llegaba Luz con la canasta del mercado y les decía: “¡Trajimos buenas cosas!” y, con eso, iluminaba la casa y la familia, antes de conocer el claroscuro de Cayetana, la madre del maestro Martín Quirarte, originaria de Yahualica en los Altos de Jalisco, donde les dicen sus hijos que “¡no importa que ganen poco, con tal de que no lo gasten!”, y, tal como nos podemos imaginar, es de ese mundo conformado de restricciones y carencia tales que, el mismo que día que llegaba a su casa, le preguntaban: “¿Y cuando se regresa a Guadalajara?”, porque “a su llegada todo era carestía y economía”.
Las nubes seguían aglutinándose y me faltaban varias páginas del primer capitulo antes de llegar a mi destino, ojalá también antes de que cayera un chubasco. Seguía con esas historias sin poder ver otra cosa a mi alrededor, excepto caminar con Vicente por la calle de Zacatecas en la ciudad de México o ir a los cines a los que iba diario, desde los cinco hasta los veinticinco años de edad, donde vio “cinco mil películas”, sin olvidar la primera doble función con “King Kong y Gunga Din: el monstruo y el héroe”.
Lo que veía era lo que leía en el libro de Vicente escrito con esa elegancia, esa poética plena de nostalgia y ese amor por su madre y por “su Patricia”, a quien le dedica una buena parte de un especie de duelo, disfrutando de ese encuentro literario al azar de un conocido que narra su vida íntima.
“Luz –decía Eusebio Ruvalcaba–, era una señora tan cálida, tan dulce y de un sentido del humor tan cáustico” que con razón su hijo le rinde este homenaje a ella y a “su Patricia”, dos mujeres de las que dice al final con las que “ahora hay que librar una batalla contra el simple dolor de no tenerla(s)”.
Caminé a mi casa con un buen sabor de boca como sucede cuando nos ponemos un poco nostálgicos.