EL SONIDO Y LA FURIA
MARTÍN CASILLAS DE ALBA
Caligrafía 8 4/7 (2001-2003).
Ciudad de México, sábado 28 de septiembre, 2019.– Las obras de arte que nos llaman la atención son aquellas que tienen que ver con nosotros porque corresponden al concepto que tenemos de la belleza o porque son parte de lo que soñamos y anhelamos o porque nos hemos puesto en el lugar de los personajes y nos vemos retratados o por las circunstancias que sean por las que estamos atravesando o, tal vez, porque alivia alguna de nuestras grietas como con las obras de teatro que describo en Catarsis para colmar las grietas del alma, (BonArt, 2019) o la semana pasada con las fotografías de Edgar Ladrón de Guevara expuestas en el Seminario de Cultura Mexicana (Pdte. Masaryk 526, Polanco. CDMX) como La última mirada.
Me he conectado con la obra de Edgar desde que lo conozco y, luego, a través de Instagram en donde voy entendiendo algunas de sus obras como esas que están expuestas con buen sentido del humor tituladas la Radiografía de mi día (2010): una serie de doce fotos que inician con un enjambre de alambres retorcidos, como pensamos que podría ser el humor con el que amanecemos, para que, poco a poco, se vayan desenredando hasta que se interrumpe la fatiga del día con lo que imagino podría ser una buena siesta, para que lo que parecía una pesadilla se apacigüe y, lo que estaba endemoniado, se ondule al final de día para lograr la paz con uno mismo.
“Mis procesos cambian –dice Edgar–. Me permito la improvisación, las asociaciones, los encuentros azarosos entre objetos, materiales, y universos simbólicos diversos. Los soportes también cambian dependiendo del tema. Mi intención ha sido crear un lenguaje propio, diferente, abierto a la sugerencia y libre a las diversas maneras de interpretar la imagen”.
En eso también coincidimos: las buenas obras son resultado de la libre asociación y de algunos encuentros al azar. El hecho es que, en esta última mirada de Edgar, algunas obras tienen que ver con los sueños, como imaginé a las misteriosas y bellas Caligrafías (2003): unos desnudos de 134 x 105 centímetros en una impresión cromógena, imágenes del sueño con la mujer con la que compartimos nuestros deseos en donde “los amantes celebran sus amorosos ritos con la sola luz de su belleza”, como decía Julieta y que ahora Edgar hace que las disfrutemos entre sueños, para que “las veamos, las veamos y no las veamos”, como dirían los yucatecos.
Hay otra mirada que contrasta con las Caligrafías, como son los Haiku. Retratos de mi padre (2017): imágenes desoladas de un paisaje húmedo, palos clavados, restos de un naufragio o de un desastre. Al verlas, pensé en mi padre –que desconocía los haikús– para asociarlas con la ausencia porque coincide que esta semana cumple cuarenta y cinco años de haberse ido.
Hay otra serie de fotografías que me llamaron mucho la atención: las hileras de perfiles de hombres y mujeres en lontananza en donde uno de ellos está separado del resto y, por eso, me perturba tal vez porque me veo en ese espejo y vuelvo a tener la sensación del rechazo, de ser excluido, mientras nos distanciamos de los demás en un espacio sin fin: Sin título 1/7, (2015).
Vuelvo a disfrutar del mural Número 43. Políptico de 43 piezas (2014-2018) que había visto en la Feria MACO: cuarenta y tres fotografías colocadas en ocho por cinco, más las tres restantes, para que sean 43 como las piedritas rojas que dice haber encontrado en la calle y que, con el tiempo, desaparecen, se diluyen, se esconden o se aglutinan, como ha sucedido con la escandaloso caso de los 43 normalistas que, desde hace cinco años seguimos sin saber nada.
Nos hemos recreado con estas obras de Edgar que las bautizó como La última mirada, deseando que no sean ‘últimas’ sino ‘las más recientes’ como decía Efraín Huerta de sus poemas, para que tenga otras miradas que compartir para dejarlas que penetren en nuestra psique y nos vuelvan a cautivar, como ahora, sus Caligrafías.