El sol, en su zenit, acariciaba mi merecida soledad; me la había ganado. Mi vista se centró en el horizonte: hacia el final de un muelle que casi se hundía en el cráter que hizo el asteroide que nos dejó sin dinosaurios, pero que le permitió al hombre inventar a Dios.
Las olas del mar Caribe, suaves, casi silenciosas rompían, espumosas, cerca de la arena. La palapa con sus sillas y mesa esperaba la llegada de la tarde cuando el sol bajara y los amigos se reunieran a disfrutar de una cerveza fría. La parvada de gaviotas se disputaba los trozos de pan que enviaba al cielo una mujer cuya risa contagiosa se escuchaba hasta donde yo estaba.
La pequeña observaba el almuerzo que se daban las aves, que más tarde, seguramente, completarían el menú con alguna sardina despistada. Algas y sargazos formaban médanos nacientes que apenas rozaban el viento del mar. Mi soledad en esos momentos, era sólo eso: la vida como es.