CUENTO
Jasper era un joven de catorce años que en la actualidad cursaba el segundo año de secundaria. Su desempeño como estudiante no era bueno ni malo, sino que regular. Sus calificaciones, en todas las materias, eran puros ochos.
Nada mal para un chico como él, quien, a pesar de todo el tiempo sufrir burlas y bromas de muy mal gusto por parte de todos sus demás compañeros, nunca había permitido que todo esto le afectase en el plano anímico. Con un semblante imperturbable, enfrentaba cada burla de la que era objeto.
Otro joven en su lugar seguramente que no dejaría de llorar y de lamentarse por algo parecido. Pero Jasper no era cualquier muchacho, sino que alguien muy especial. Quizás y esto era lo que lo volvía un blanco fácil. Algo en su persona parecía incitar a los demás para que lo hiciesen “su cochinito”. ¿Pero cuál podía ser ese rasgo? ¿Acaso su timidez inevitable?, ¿o acaso su elevado gusto por la lectura? Nadie más en su salón pasaba tanto tiempo en la biblioteca de la escuela.
El tiempo transcurría y este muchacho seguía con su vida escolar como todos los demás, a excepción de que, cualquier día de la semana, él siempre terminaba sufriendo una broma que a todos hacía reír. “¿Ya supieron lo que le hicimos hoy al raro?”, cuchicheaban sus compañeros a los de tercer grado, mientras regresaban caminando a sus casas.
Maltratar a Jasper representaba para ellos un motivo para que los de tercer grado los admiraran. Los de tercer grado, que ni eran buenos ni malos, como muchachos que también eran, la mayoría de las veces solamente se reían por lo que él pobre Jasper padecía. A nadie de ellos se le pasaba por la mente hacer algo al respecto. Eran muchachos que aún se encontraban muy lejos de saber lo que era tomar conciencia sobre un problema, un problema que años más tarde se pondría muy “de moda”: el acoso escolar (bullying).
Todos los días, mientras los muchachos iban llegando al salón, una compañera suya siempre lo saludaba con un: “Hola Jasper”, para a continuación poner su pie en el camino. La broma siempre daba resultado. Jasper se iba de bruces contra el piso. Al suceder esto, todos sus compañeros se empezaban a reír de su desgracia. “Ja ja ja”, se carcajeaban, mientras lo apuntaban con sus dedos. Tanto ellos como ellas, debido a la mucho que se reían, siempre terminaban lagrimando. Y solamente paraban de reír cuando el maestro o la maestra de la materia correspondiente se aparecían. Todos entonces hacían un esfuerzo enorme por guardar silencio y olvidarse de lo sucedido.
Jasper, como ya se ha dicho, después de cada broma, nunca ponía cara de estar triste o dolido por lo que le hacían…, pero un día sucedería algo -o más bien le harían algo- que entonces lo haría llorar muchísimo. Años más tarde, siendo ya un hombre viejo, recordaría este día como el más horrible de toda su vida.
Dicho suceso había ocurrido una tarde en la que él había ido al baño. Sus compañeros, por lo visto, esta vez habían decidido llevar sus bromas a un nivel más alto y humillante. Ellos parecían haber planeado cada detalle con mucha anticipación. Jasper se daría cuenta de esto al momento de la situación
Era la hora del descanso, cuando él entonces entró al baño. Un segundo después uno de sus agresores cerró la puerta. Jasper, sin asustarse, caminó hasta uno de los cubículos para orinar. Terminado de hacer su necesidad, salió. Pero al hacerlo, dos de sus compañeros, los más malandros, lo sujetaron de la parte de arriba de su camisa. “¡Ven aquí!”, dijeron, para a continuación llevárselo hasta la parte final del corredor.
Jasper, como muchacho manso que aparentaba ser, para nada puso resistencia. Dejándose llevar por ellos, creyó que seguramente le harían algo que prontamente olvidaría: como rayones en su camisa con plumón, o en su cara; o la sustracción de su dinero por parte de sus captores. “Total, que ya me acostumbré”, pensó el joven, mientras otros dos de los muchachos que conformaban el cuarteto movían no sé qué dentro de aquel cubículo.
“Listo, ya está”, anunció uno de ellos a sus compañeros al salir de aquel lugar. “Que comience la acción”, dijo otro, mirando con malicia hacia los ojos de Jasper. Acto seguido, entre los cuatro, lo empujaron hacia el interior.
El joven, al ver que el retrete estaba lleno de mierda, pensó lo más temible. “Por favor, no”, rogó para sus adentros.
Sus agresores, pareciendo adivinar su ruego, dijeron: “Oh, ¡claro que sí!”. Intercambiando miradas entre ellos, comenzaron a decirse con júbilo: “Cuando se los contemos a los de tercer grado, nos han de ver como los más chingones”. “Después de esto nos han de respetar mucho”, expresó el que más baja calificaciones tenía. Era el líder del grupo… “No, ¡No!”, se escucharon gritos dentro del baño, gritos que nadie escuchó.
Media hora después, Jasper salía de ese lugar con los pies, manos y cara embarrados de mierda. Sus captores, que habían utilizado guantes y ropas de nailon, no sufrieron ni un solo pringo de dicha materia. Para este entonces ellos seguramente que ya debían estar celebrando su ocurrencia en el huerto de la escuela, fumando cigarros de mariguana.
Llorando mares, Jasper se escabulló de la escuela. Caminando de regreso hasta su casa, se sintió como borracho. Poseído por el dolor, se la pasó zigzagueando todo el trayecto. Al final, cuando le faltaba poco para llegar, sintiendo no aguantar más su dolor, arrancó a correr con todas sus fuerzas.
Al llegar a su casa, para suerte suya, encontró que su madre no estaba. Encerrándose entonces en el baño, abrió la regadera y allí se quedó, debajo de ella, llorando, llorando como jamás pensó que un día lo haría. “¡Malditos!”, vociferó, mientras el agua le caía sobre su persona humillada. “¡MALDITOS!”
Al siguiente día, se esforzó por ocultar el dolor de su más reciente afrenta. Con la cabeza recta, y con el rostro muy tranquilo caminó desde la entrada de la escuela hasta su salón. En su interior guardaba la esperanza de que sus agresores no le hayan contado a nadie más lo sucedido. Pero al irse aproximando a su salón, descubrió que no era así. Varias voces empezaron a decir: “Ahí viene, ¡ahí viene!” Sin poder hacer nada para darse la vuelta y huir, reuniendo toda su fortaleza, siguió avanzando. Al final, cuando puso un pie adentro, todos sus compañeros empezaron a apuntarlo y a reírse de él. Por lo visto ya todos sabían lo que esos cuatro le habían hecho en el baño.
“Como que aquí huele a mierda”, dijo una de las muchachas, tapándose la nariz. “¡Es la neta!”, exclamó otra, siguiéndole el juego. Todos y todas tenían sus miradas clavadas en el pobre joven, quien ahora, sentado en su lugar, tenía la cabeza agachada. Semejando una tortuga, Jasper parecía querer ocultar su cabeza dentro de su camisa. Sentado como estaba, todo lo que hizo fue respirar, largo y profundo. “Malditos”, pensó luego, mientras su mente trataba de bloquear aquellas voces burlonas…
Pasó el tiempo y… Un día, cuando el año escolar se acercaba a su final, el maestro de “Historia” les marcó al grupo una tarea en la que cada uno de ellos tendría que pasar a exponer el tema que le tocase. Uno por uno, en orden alfabético, les fue anunciando a sus alumnos el tema que les tocaba. Jasper, que se apellidaba “Zest”, fue el último de la lista. “¡A ti te tocará hablar del baile tradicional de Yucatán!”, anunció su maestro, desde su lugar. Al escuchar esto, todos los demás empezaron a reírse. Días después Jasper se enteraría de que su maestro, para quedar bien con sus demás alumnos, de manera anticipada ya había discutido con ellos que sería al alumno más tímido a quien le asignaría el tema de la “Jarana Yucateca”. Y no sólo eso, sino que, para dejarlo también en ridículo, y de esta manera granjearse definitivamente el carisma de todos ellos, le había dicho que ese día tendría que ir vestido con el traje tradicional de “mestizo”. A la hora de querer objetar algo al respecto, Jasper solamente recibió un: “Si no quieres hacerlo, no lo hagas. Pero entonces estarás reprobado…” Conteniendo su ira, Jasper expresó esa vez: “¡Me las pagarás!” “Tú y toda tu clase, ¡me las pagaran!”
Pasado una semana, el primer alumno de la lista hizo su presentación, con su uniforme normal. Le había tocado hablar sobre los egipcios y sus dioses. Al terminar su intervención, todos le aplaudieron, todos, menos Jasper. “¿Y tú por qué no le has aplaudido?”, lo reprimió el profesor. Jasper habría querido responderle: “porque no se me ha dado la gana”. Pero pensándolo un poco, de manera burlona, rápidamente se puso a aplaudir a uno de esos cuatro que una tarde lo habían humillado a más no poder. Y al hacerlo, en ese mismo instante, algo dentro de él empezó a cambiar de manera misteriosa.
Las exposiciones siguieron su curso de la manera planteada…, hasta que finalmente llegó el día en el que a Jasper le tocaba hacerlo. Sus compañeros, desde el día anterior, no habían dejado de comentarlo: “Mañana. ¡Mañana le toca al raro”. Todos estaban ansiosos por verlo aparecerse con su traje blanco, su sombrero y sus alpargatas. Su profesor le había dicho que el pañuelo rojo en uno de sus bolsillos no podía faltar. “Si no vienes con el traje completo, le restaré varios puntos a tu exposición”.
Al siguiente día, a eso de las doce, Jasper se apareció en su escuela con su traje inmaculado de jaranero. Se veía muy guapo y elegante. Con su sombrero blanco cubriéndole un poco los ojos, y calzando sus alpargatas chillonas de tacón medio, caminó desde la entrada hasta su salón con un halo de misterio. Cualquiera que lo viera habría dicho que aquello se debía a lo blanquísimo de su atuendo, pero no; no era eso.
“Buenas tardes, compañeros”, dijo Jasper a manera de presentación. Como es de suponer, sus compañeros no dejaban de reírse y cuchichear entre todos. Las muchachas susurraban: “¡Qué ridículo se ve!” Desde luego que esto era mentira, ya que Jasper se veía muy elegante. Pero ellas no iban a aceptarlo, y los muchachos menos. Éstos, para tratar de hacerlo sentir mal, tampoco se habían mantenido callados. “¡Se ve bien mamón!”, decían, para tratar de intimidarlo. Pero Jasper, lejos de verse cohibido, solamente siguió con su discurso.
“Y ahora” -dijo, cuando llegó a lo venía siendo el final de su exposición- “si me lo permiten. Tendré que cerrar las ventanas para poder proyectar un video de este baile tan importante de nuestro estado”. “Video, ¡no!”, enseguida se pusieron a gritar todos. “¿Por qué mejor no bailas tú, ya que ya vienes vestido con el atuendo indicado?”, le plantearon.
Fingiendo que dudaba un poco, Jasper se colocó un dedo sobre sus labios. “No sé si el maestro esté de acuerdo”, preguntó, dirigiendo su mirada hacia aquel. Éste, burlonamente, dio su consentimiento; moviendo su cabeza de arriba hacia abajo. “¡Perfecto!”, exclamó el joven vestido de jaranero. “Que entonces dé comienzo la fiesta tradicional”.
Minutos antes el joven había bajado del estrado para colocar un pequeño foco frente a lo que después sería su escenario. Todas las ventanas se encontraban cerradas ya. Jasper no podía dar crédito a la manera en como sus compañeros lo habían ayudado en su plan. Nadie de estos podía atisbar siquiera una idea de lo que pronto sucedería dentro de este salón.
“Que baile el jaranero, ¡que baile!”, no paraban de decir sus compañeros. Algunos aplaudían, pero solamente lo hacían para mofarse. Todos veían en Jasper a una especie de payaso que ahora estaba aquí entretenerlos. “Sí, ¡que baile el raro!”, alguien dijo después. Jasper, al instante de escuchar este calificativo, nuevamente sintió en su interior a la ira recorrer todo el cuerpo.
“¿De verdad quieren que lo haga?”, preguntó, para después dibujar una sonrisa en su rostro. Nadie podía ver en su mirada aquel brillo tan diferente. La pregunta que él les había hecho no era más que una invitación para que ellos terminasen acudiendo al desenlace de sus existencias. “Sí, ¡sí”, respondió el griterío de voces.
Las luces entonces se apagaron. El foco robótico en el piso se empezó a mover de un lado hacia el otro. Jasper lo había equilibrado para que éste iluminase su cuerpo mientras bailaba. El salón entero había quedado en silencio. “Increíble”, pensó Jasper, mientras miraba los rostros de todas aquellas personas que jamás lo habían tomado en serio, ¡ni un poquito!
“¡Que baile el raro!”, repitió el mismo muchacho desde la parte de atrás del salón. Y esto bastó para que todos se le uniesen. “Sí, ¡que baile el raro!”, pidieron después. “Que baile, ¡que baile”, empezaron a canturrear. Jasper se llevó una mano a su bolsillo para acomodarse el pañuelo. Luego, ladeando su sombrero, fingió que se preparaba. Aporreando el pie derecho contra el piso de cemento, hizo como que practicaba el inicio del baile.
La música de la jarana yucateca sonaba fuerte dentro de aquel salón. “El baile del cochino” fue lo primero que Jasper bailó para sus compañeros y maestro. Sin dejar de mover sus pies, su cabeza la había mantenido firme todo este tiempo. “¡Qué baile más gracioso!”, fue lo que sus compañeros no pararon de decir. A todos divirtió mucho la manera en que la que él había bailado.
“Si creen que han de vivir para contarlo, ¡se equivocan!”, pensó Jasper, mientras los miraba desternillarse de risa en sus asientos. Su maestro tampoco había parado de reír. “Ni creas que me he olvidado de tu fechoría”, pensó el joven al momento de mirarlo. “Tú también, ¡hoy te mueres!”
La música y la poca iluminación no les permitió a aquellos jóvenes mirar el momento en el que Jasper se había agachando para así sacar de aquella bolsa -asentada detrás de él- la pistola con la que al final los terminaría matando a todos y a cada uno de ellos.
El primero al que le disparó fue a su maestro. Seguidamente les tocó su turno los demás. Sin bajarse del estrado Jasper accionó el gatillo en repetidas ocasiones, las veces que fueron necesarias para dejar a todos sin vida. Uno tras uno los cuerpos se fueron cayendo al piso. Algunos lentos, y otros muy rápidos.
“¡Qué lindos se ven!”, se burló al fin el joven, mientras les miraba sus cuerpos ensangrentados, las bocas sacando sangre y los pupilas completamente ya sin vida. Los papeles se habían invertido. “Ahora si ustedes me lo permiten, haré un último baile”, dijo Jasper, después de asentar la pistola cerca del cuerpo de su profesor que había quedado tendido sobre la mesa.
“Ay, ¡me he manchado el traje!”, se quejó el joven, cuando vio que la sangre había pringado sobre la tela blanca de su pantalón. Bailando sobre los cuerpos de aquellos jóvenes, se la pasó “bomba” disfrutando de aquel momento de aparente venganza. Sus alpargatas pisoteaban brazos, manos y rostros. En una de esas, bailando sobre la cabeza del muchacho que una vez le había metido el rostro en el retrete, hizo que uno de sus ojos se le saliera. “Ay, ¡te je dejado ciego!”, exclamó con ironía EL JARANERO.
FIN.
Anthony Smart
Octubre/10/219