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El imbécil

Redacción Por Redacción
17 diciembre, 2019
en Antonio Balam
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Antonio Balam
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CUENTO

En un pueblito llamado quién sabe cómo, existió un hombrecito que después de un tiempo en su cargo como presidente, se creería así mismo muy listo. Su trato para con los demás siempre había sido de manera déspota. Cualquier persona que tuviese la osadía de acercársele, siempre era tratada muy mal.

Valiéndose de cualquier excusa, este imbécil había aprendido el arte de la evasión. Cualquier situación que tuviese que ver con las necesidades de su pueblo, él siempre las sorteaba de manera magistral. “No hay dinero, ¡no hay!”, respondía, cada vez que alguien le reclamaba alguna necesidad de su localidad.

Si alguien iba y le decía, por ejemplo: “Señor, la calle tal necesita ser reparada”, él, enseguida abría la boca para replicar: “¡No se puede! ¡NO HAY DINERO!” Viéndose derrotada ante su petición, le persona, como la mayoría que habitaba su país, agachaba los hombros, y se daba la vuelta, poniéndole fin así a su reclamo.

Respirando con cinismo, el imbécil, quedando solo en su oficina, alzaba la mirada. Sentado en su sillón, mientras sus dedos jugaban un lápiz, se ponía a contemplar la pintura blanca del techo. Recordando su comportamiento de hace unos instantes, sin poder evitarlo, empezaba a reírse de manera sutil. “Qué malo soy!”, pensaba para sí mismo.

Después de todo, lo que él decía era cierto: dinero para el pueblo no había, porque él todo lo agarraba para quedárselo. Pero como ningún habitante tenía los tamaños suficientes como ir y seguir reclamándoselo en su cara, pues él simple y sencillamente seguía llenándose los bolsillos con total libertad.

El imbécil se sentía a sus anchas, y no veía la hora para que su mandato llegase a su fin. Porque cuando esto sucediese, él, enseguida huiría con todo lo robado. Lo mejor de todo es que no habría nadie en su camino que le pudiese estorbar. Bueno, eso es lo que él pensó…, hasta que un día…

Al abrir el cajón de su escritorio, encontró un sobre de color manila que decía: “Sé de todo el dinero que has robado…” Palpando el sobre para saber si adentro había algo, el imbécil, con el semblante desencajado, se dejó caer sobre su asiento. “¡¿Quién podría ser?!”, su interior le preguntó. Sus ojos contemplaban el sobre, con una mezcla de temor y angustia.

El hombrecito se la pasó encerrado en su oficina, ¡un buen rato! Afuera, sus demás empleados, que solamente se la pasaban chismeando en sus oficinas, no sospechaban nada de lo que su jefe se encontraba padeciendo ahora. Pensando finalmente que todo se trataba de una broma de mal gusto, el imbécil se permitió así recuperar un poco la tranquilidad.

“Quien sea que sea”, pensó el presidente, mientras conducía su lujoso coche hasta su mansión, “cuando se entere de que me han asaltado y que me han quitado todo el dinero que dice saber que yo poseo, sabrá que ya no tiene motivo para amenazarme”. En el sobre aquel, que había encontrado en el cajón, el autor de la carta aquella le había escrito: “Dame la mitad de todo el dinero que has robado, y asunto arreglado”.

Pero él, avaricioso como era, creía que, de hacer eso, sería un perdedor. Ceder cinco millones de pesos a un desconocido, sólo por una simple carta; “no, ¡de ninguna manera!”, exclamó el presidente. El botín completo sería suyo, y de nadie más. Por lo tanto, había que idear un plan para engañar a su amenazador…

Y así fue como una semana después todo el pueblo se enteraba de que a su alcalde lo habían entrado a asaltar por un grupo de maleantes encapuchados, robándole incluso hasta la ropa que llevaba puesta. “¡Pobrecito!”, empezaron a decir los habitantes de aquel pueblo. “¡Quisieron matarlo!” La gente, de tan olvidadiza que era, ya no recordaba lo mal presidente que había sido. Y ahora hasta se compadecían de su desgracia.

Mientras tanto, el imbécil se creía a salvo. Su jueguito le había salido muy bien. Aquellos supuestos maleantes, habían actuado de manera muy efectiva. ¡Hasta unos golpes le habían propinado en su cara!, para sí hacer más creíble su suplicio de: “llévense todo lo que quieran, pero, por favor, ¡no me hagan daño!”

Creyendo haber mentido así al autor de la carta, el imbécil no paró de reírse para sus adentros de su propia astucia. El día que ahora transcurría era el último en su cargo como presidente de este pueblo, el mismo al que tanto le había robado.

Saludando y abrazando a todos de manera muy efusiva, el imbécil interpretaba uno de los últimos papeles de su mandato. La gente, de tan olvidadiza que era, ya no recordaba ahora lo mal presidente que él había sido. Los hombres se mostraban consternados por su despido, y las mujeres; las mujeres incluso lloraban. Sus empleados, los pequeños secuaces de toda esa pirámide que era el Ayuntamiento, caminaban junto a él, contentos por saber que ellos también se llevaban su propio botín. “Adiós, ADIÓS”, gritó la muchedumbre, reunida a las puertas de aquel edificio que era el ayuntamiento. Sacudiendo su mano, de un lado hacia el otro, el presidente dio así el último adiós a su pueblo. Después entonces se subió a su vehículo.

Un rato después, encontrándose ya a varios kilómetros de distancia, su teléfono empezó a sonar. “Hola, amor”, dijo la voz al otro lado de la línea. Contento por saber que en su cajuela llevaba diez millones de pesos, el imbécil respondió, con toda la alegría del mundo: “¡Hola, mi vida! ¡Ya voy en camino!” Era su amante, una muchacha que muy bien habría podido ser su hija. Él tenía cincuenta y cinco años, y ella veinticinco.

“Sí, amor, ¡estaré contigo en menos de una hora!”, logró decir el imbécil, cuando entonces sucedió. Un tráiler lo había chocado, arrastrándolo fuera de la carretera. El golpe había sido lo suficiente fuerte como para haberlo dejado casi inconsciente. Con el cuerpo inclinado sobre la guía, el presidente, segundos después, escuchó a una voz decir: “Sigue todavía con vida. ¡Mátenlo!” Era nada más ni nada menos que su amante.

Presurosos -como debían de ser-, los cuatro maleantes, los mismos que él había contratado para fingir su secuestro, se pusieron a rociar gasolina sobre todo su vehículo. Su amante, una muchacha más lista que él, mientras veía como su cuerpo ardía en llamas, no paraba de reír y de decirse: “¡Pobre idiota! ¡Siempre se creyó el cuento de que en verdad lo amaba!”

FIN.

Anthony Smart
Diciembre/16/2019

Etiquetas: columna
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