CUENTO
Purland era un pueblo en donde todos sus habitantes eran muy pobres. Situado sobre un valle, las casitas de estas personas, vistas desde abajo, apenas y eran imperceptibles. Enemistados por su pobreza, el pueblo situado en la llanura, que era muy rico, toda la vida los había rechazado.
Los dos pueblos, que tan cerca se encontraban el uno del otro, parecían no pertenecer al mismo mundo. Separados por una frontera invisible, los habitantes de Purland, a lo largo de muchos años, habían aprendido a resignarse ante su situación.
El que los habitantes de Richland –el pueblo rico- no los dejasen pasar, para los adultos era cosa ya superada. “Abajo no hay nada”, decían siempre los papás a sus hijos, cada vez que a éstos les daba por querer descender hasta aquel pueblo. Los niños todavía no podían entender las razones por las que el pueblo de Richland los desdeñaba.
Vivir arriba, a pesar de ser pobres, a veces tenía sus ventajas. El cielo, por ejemplo, se veía más hermoso desde aquí. Los habitantes de Purland nunca tenían que levantar la cara para así poder mirar las nubes; en cambio los de abajo, sí. Pero las bellezas naturales, poco les importaba a los habitantes de Richland. A ellos lo único que en verdad les importaba era el dinero, y las cosas que con ello se pudiese comprar: autos de lujo, ropas, relojes, casas de cinco pisos; etcétera.
Todos los años, al llegar diciembre, los niños de Purland salían a sentarse sobre las grandes rocas. Con sus vasos de kool-aid, todos ellos se mantenían a la espera de ver aquel bellísimo espectáculo suceder antes sus ojos. El encendido del árbol navideño en el pueblo de abajo, junto con sus juegos pirotécnicos, era algo que nadie de arriba podía perderse. Por lo tanto, esperar por más de dos horas, era algo que valía mucho la pena.
“Mamá, ¿por qué los habitantes de Richland nunca nos han querido?, ¿y por qué aquí nunca hemos tenido un árbol de navidad como el de ellos?”, preguntó un día Dafne. Su madre removía con una cuchara una sopa simple de verduras. Dafne siempre había sido una niña muy reflexiva. Cada vez que sus demás amigos jugaban a la pelota, ella siempre optaba por sentarse sobre una roca, y entonces se ponía a mirar hacia el pueblo que nunca los había querido.
Su madre, sin saber qué responderle, se puso incomoda. Que una niña como su hija preguntara este tipo de cosas, no era algo normal. “¿Por qué no es como lo demás niños?”, se preguntaba la señora, cada vez que miraba a los otros niños jugar. Y un día, para eludir el mal momento, finalmente se le ocurrió responderle a la niña: “Ya lo sabrás…, cuando crezcas”. Mirándola fijamente, Dafne se sintió defraudada por su respuesta.
Desde donde estaba, la mamá de la niña la vio alejarse. Y, cuando Dafne desapareció de su vista, volvió la mirada hacia adelante. Entonces siguió moviendo lo que cocinaba. “Espero que con lo que le dije, deje de querer saber lo que no debe”, pensó la señora. Pero ella no imaginaba que su hijita no descansaría sino hasta haberlo averiguado.
Con unas pocas cosas en su mochila, Dafne permaneció de pie. Mirando una última vez hacia abajo, se dio ánimos, y entonces comenzó a descender. Una hora después, decidió parar para descansar. Sentándose sobre la tierra, cruzó las piernas, sacó su pequeño bote de agua, y entonces bebió.
Faltaban dos días para que fuese Navidad. Estando como lo estaba, Dafne, se puso a meditar sobre la vida, sobre las cosas increíbles que en el mundo sucedían. “¿Por qué Richland nunca nos has querido?” Este había sido el asunto sobre el cual Dafne había meditado más.
Recordando un pasaje de sus primeros años, aquellas palabras resurgieron ahora en su mente: “El pueblo de Richland nunca nos ha querido, ¡y jamás lo hará! Pero un día…” De repente, la sombra de un objeto reflejado sobre la tierra, interrumpió los recuerdos de la niña. Alzando enseguida la mirada se puso a buscar qué era aquello. Mirando aquí y allá, hasta donde sus ojos alcanzaban a ver, no encontró nada. Extrañada por este acontecimiento, se preguntó que pudo haber sido aquello…
Minutos después, Dafne se puso de pie, y entonces reanudó su camino. El aire había comenzado a soplar de una manera muy hermosa. Aunque no hacía frio, algo en el ambiente parecía decir que era diciembre. Pero ¿qué podía ser aquello? La niña, mientras iba caminando, no podía dejar de mirar hacia arriba.
Y, cuando ella se dio cuenta, ya había llegado a lo que era las afueras de Richland. Guardándose entre las hierbas altas, se quedó allí, en silencio y mirando. Desde esta distancia, Dafne alcanzaba a escuchar lo que las personas adultas decían, ya que, más que hablar, gritaban.
“Ayer me he comprado cuatro pares de zapatos, ¡pero ya no me gustan! Así que hoy vengo a comprarme ¡otros cuatro!”, escuchó a un señor decirle a otro. “El coche que mi esposo me compró, lo cagó el perro, y aunque lo han lavado, todavía siento que apesta. Así que lo hemos tirado para comprarnos uno nuevo”, dijo una señora gorda a otra que era flaca.
“Las gentes de Richland solamente viven comprando y desechando cosas. Nosotros en cambio, que somos pobres, jamás podremos ser como ellos”, le dijo un día a Dafne su abuelo. “De todas maneras, aunque fuésemos ricos como ellos, no creo que fuésemos igual…”
“¡LA AVARICIA!” “¡Eso es!” Dafne se había tenido que tapar la boca para no gritar. Las palabras de su abuelo, por fin le habían hecho encontrar la respuesta a su gran pregunta. “Ellos nunca nos querrán, porque nosotros que somos pobres, jamás podremos desear tener tantas cosas materiales”. “Ellos nunca están conformes. ¡Siempre quieren algo, ya sea esto dinero, o cualquier cosa que con ello se pueda comprar”.
Cerrando fuertemente los ojos, la niña, recordando lo que su abuelo un día le había dicho, se puso a imaginar que ahora sucedía algo en este pueblo. Su risa era tanta, que no le quedó más remedio que acostarse sobre la tierra. Agarrándose el estómago, rogaba para que se le pasara. “Imagínate que un día pasa…”, su abuelo le había dicho.
Al final, cuando Dafne paró de reír, viendo que ya había encontrado lo que tanto había querido, supo que ya no había razón para seguir estando en Richland. Una vida de pobreza le esperaba; ya lo sabía, a pesar de todavía ser apenas una niña. Sabia como era, Dafne se propuso jamás decírselo a nadie. Afrontaría su destino, sin queja alguna. Los de Richland siempre serían ricos, y ellos pobres. No había más verdad que saber.
Dafne, una niña de tan solo doce años, se encontraba a punto de dar el primer paso para emprender el regreso hasta su pueblo, cuando entonces le pareció escuchar a alguien gritar: “¡un pavo! Creyendo haber escuchado mal, sus pies, que ya habían dado unos cuantos pasos, de repente se detuvieron. Volteando entonces hacia atrás, Dafne pudo ver a las personas que ahora no paraban de gritar: “Lluvia de pavos! ¡Están lloviendo pavos!”
Lo anterior era verdad. Cientos de pavos caían desde el cielo. Y cuando tocaban el suelo, los habitantes de Richland los agarraban para quedárselos. Pero luego, no conformándose con uno, los soltaban, para nuevamente quedarse si nada. Dafne nuevamente se había comenzado a desternillar de la risa.
Aquel espectáculo era tan pero gracioso. Ver a los adultos avariciosos de Richland por querer sujetar entre las manos a más de dos pavos, sí que era algo digno de contar en un cuento de fantasía. “Lluvia de pavos, ¡LLUVIA DE PAVOS!” “¡Están lloviendo pavos!” “¡Salgan todos de sus casas!” “¡Vengan a pescar sus pavos!”
Al final, nadie logró quedarse con uno sólo. Porque entonces sus mismas avaricias se los había impedido.
FIN.
Anthony Smart
Diciembre/19/2019