CUENTO
Faltaban solamente tres días para que el año 2019 se terminara. El viejo, que hacía muchos años había perdido a su esposa, al despertarse aquel domingo, enseguida recordó que hoy era el día en el que saldría hacia el mar…
Apenas poner un pie fuera de su humilde choza, el viejo notó que el clima hoy pintaba a ser excelente. El cielo estaba despejado. Ninguna nube indicaba que luego pudiese llover. Alzando una de sus manos, el viejo saludó al cielo. “Hola, Sol”, dijo. Luego, bajando la mirada, también saludó al mar infinito: “Hola, Mar”. Ya todo estaba listo.
Y sin esperar más nada, poco a poco fue empujando su pequeña lancha dentro del agua. “Ahí voy”, pensó para sus adentros. Su rostro irradiaba paz y alegría. A esa hora del día, las siete, el mar lucía completamente vacío. Los pescadores del lugar, que siempre solían salir muy temprano a pescar, hoy no lo harían, ya que era domingo.
Unas horas más tarde, estando ya lo suficiente mar adentro, el viejo, decidió que ya era hora para lanzar al agua su anzuelo. Entonces se puso de pie, colocó la carnada en la punta del mismo, y dándole un beso, a manera de bendición, lo arrojó lo más lejos que sus brazos se lo permitieron. “¡Ya está!, se dijo. “Ahora solamente queda esperar”.
Volviéndose a sentar sobre el mismo lugar, el viejo, después de contemplar el ancho mar, se puso a rezar. Él no sabía cuánto tiempo estaría aquí, en medio de estas aguas. Pero lo que sí sabía era que sí lo lograría. Porque si hay algo que él siempre había tenido, eso era una fe enorme e inquebrantable. No regresaría a tierra firme, sin antes haber logrado lo que lo había traído hasta aquí.
Pasó el tiempo y entonces se hizo de noche. Millones de estrellas salpicaron la bóveda celeste. La luz de la luna caía sobre el agua, formando sobre ésta la más bella de las imágenes. El agua, que ahora se mecía quieta, parecía bailar un vals.
El viejo, que permanecía sentado sobre el piso de su pequeña lancha, comenzó a sentir sueño.
Para este entonces debían de ser las once de la noche. Y, debido al cansancio que sentía, el viejo, de manera inevitable, por fin se durmió. Juntando sus dos manos, las colocó debajo de su cabeza a manera de almohada. El cielo lo cobijaría…, y también el recuerdo de su nietecita.
El viejo estuvo en el mar ¡casi seis días! Durante todo este tiempo había sobrevivido gracias a las provisiones que se había traído: muchas tortillas de maíz, un tarro de manteca de cerdo, así como también un garrafón de café dulce, que él mismo había preparado. Cada vez que le daba hambre, enseguida sacaba una tortilla, o las que fuesen necesarias para saciar su hambre. Untándoles la manteca de cerdo, se relamía los sabios. Para él, este simple alimento siempre había sido un verdadero manjar. Sal, desde luego que no había sido necesaria traerla. El viejo sabía de sobras cómo producir su propia sal con el agua de mar.
Su espera -si se toma en cuenta que había venido a buscar algo milagroso-, no había sido tan larga. Había sucedido cuando el sol de sexto día se comenzaba a ocultar. Allá, a una distancia eterna, enorme y anaranjado, el viejo lo miraba descender; lento, muy lento.
Sin dejar de sujetar el anzuelo, inspirado por la belleza indecible de aquella imagen, el viejo fue cayendo en su ensoñación. Y entonces la vio. ¡Era ella! ¡Su nietecita! Y le sonreía… “¡Abuelo!”, la escuchó llamarlo. “¡ESTOY CURADA!” “¡Mi niña!”, respondió el viejo, con los ojos llenos de lágrimas…
De repente, la fuerza de algo que tiraba de su brazo lo despertó. Volviendo entonces a la realidad, el viejo se dio cuenta de que aquello era su anzuelo. Poniendo cara de alegría, se puso a gritar: “¡Lo tengo! ¡Lo tengo! ¡HE PESCADO AL PEZ MILAGROSO!”
El domingo anterior a su salida hacia el mar, mientras se encontraba en la taberna del muelle, y mientras bebía unas cuantas cervezas, sentado no muy lejos de aquella persona, la escuchó decir: “Todo lo que uno tiene que hacer es ir y pescarlo. Después de traerlo, hay que hacer que el enfermo toque su piel. ¡Y eso es todo! La persona enseguida comenzará a curarse”. “¿De verdad eso es todo?”, preguntó incrédulo un hombre a su lado. “¡Imposible!”, respondió un tercero. “A mí se me hace que nos quiere ver la cara de tontos”. El dueño del relato del pez milagroso, mirándolos casi con pena, añadió: “Allá ustedes si no lo quieren creer, pero yo sí lo creo…” Luego de darle un sorbo a su botella, el hombre continuó contado que su hermano tenía a su esposa muy enferma, y que ¡nada!, ningún médico había encontrado qué era lo que tenía. Y un día, mientras él se encontraba triste y deprimido, mientras buscaba en el periódico otro médico al cual llevar a su esposa, de repente encontró un pequeño cuadrito, que decía: “Secreto sólo para los que lo puedan creer…” El anuncio continuaba en varias líneas, que decían que en los siete mares del mundo existen unos cuantos peces milagrosos, destinados para ser de las personas elegidas por el destino para un milagro, milagro que ellas mismas pueden usar para sí mismas, o para un ser querido.
Luego de terminar de contar que la esposa de su hermano se había curado, porque él mismo le había traído al pez milagroso, el hombre se levantó de su silla, y sin decir más nada, abandonó el lugar. El viejo se había quedado muy pensativo. Todo eso que había escuchado le había parecido lo más maravilloso. Precisamente algo como esto era lo que necesitaba. Él sí lo había creído todo. Por lo tanto, pensó: “Mañana mismo saldré al mar para pescarlo…”
Ahora, debido a la fuerza con que tiraba de su anzuelo, el viejo dedujo que aquel ejemplar debía de pesar más de doscientos kilos. Sin dejar de festejar su logro, empezó a agradecerle al cielo, y también al mar. “Gracias, ¡gracias!”, dijo. Después entonces le entró la duda. Y si aquel pez no era el que él pensaba. “Imposible”, se dijo, un poco temeroso. Tenía que comprobarlo. Y para hacerlo, había que mirarle el color de su piel.
Rezando para sus adentros, el viejo, lentamente se inclinó hasta el agua. Ahora, debido a la oscuridad que había crecido, ni siquiera podía atisbar un poco el color de sus escamas. “Por favor -rogó-, que sean doradas”. Alzándolo con todas sus fuerzas, al fin lo descubrió. Tan solo había bastado un instante para que sus pupilas se hayan llenado otra vez de alegría.
Era él, ¡EL PEZ DORADO!
Al final, viendo que le sería imposible subirlo hasta su bote, al viejo no le quedó más remedio que matarlo ahí mismo. Lo llevaría hasta la playa, arrastrándolo. Había oscurecido por completo ya. Esta vez la luna, apenas y se veía. De repente el cielo se había nublado, dejando solamente unas cuantas estrellas a la vista. “Es hora de volver”, dijo el viejo. Y entonces le dio la vuelta a su bote.
El mar estaba quieto a estas horas. El viejo había calculado que de remar a la velocidad que lo hacía, estaría llegando hasta la playa, como a eso de las seis de la mañana. La imagen de su nietecita, sentada en su silla especial, era todo lo que en su mente había ahora. Y, cerrando los ojos, el viejo se permitió verla curada en su totalidad. La niña había nacido con daño cerebral.
“¡Mi niña!, ¡mi niña!”, decía, cuando sentía que sus brazos ya no podían más. “¡No permitas que desfallezca!” Para este entonces, el viejo ya llevaba remando más de cuatro horas. Debían, por lo tanto, ser como las once de la noche.
En todos los días anteriores, él, casi no había dormido. Quizás y fue por eso que ahora, sin darse cuenta, su vigilia, lentamente fue siendo ganada por el sueño. Cerrando sus ojos, los cuales sentía muy pesados, el viejo cayó dormido. El cielo nuevamente se había despejado. Millones de estrellas lo vieron dormir, allá bajo, sobre su lanchita…
Más tarde, cuando el sol comenzaba a iluminar la playa, el viejo se preguntó: “¿En dónde estoy?” Estaba acostado sobre la arena, alguien lo había sacado de su bote. Las gaviotas comenzaban sus revoloteos de todos los días. Allá, a lo lejos, se escuchó el silbido un barco pesquero. Era domingo, ya era Año Nuevo.
Despertándose del todo, el viejo vio que había unos cuatro hombres a su alrededor. Y todos lo miraban así; a pesar de la poca luz que había, él pudo ver que sus miradas eran tristes. “¿Qué sucede?”, les peguntó cuando se sentó. Pero nadie le respondió. Nadie se atrevía a decirle lo que había sucedido. “¿Qué pasa?”, pidió saber, otra vez.
“Viejo, lo sentimos mucho, pero…” El hombre sintió no poder hablar más. Decir lo que había que decirle; sentía que no podía hacerlo. Entonces otro hombre se acercó hasta él, e hincándose tomó una de sus manos entre la suya. “Viejo”, dijo en voz baja. “Lo sentimos mucho, pero…, mientras tú no estabas, tu nietecita falleció…”
Poniéndose de pie muy rápido, el viejo, corrió dentro del agua; luego se puso a gritar: “¡MI NIÑA, NO! ¿Por qué? ¡¿POR QUÉ NO PUDISTE ESPERARME?!”…
El pez allí estaba, sobre la arena. El viejo lo había logrado, había pescado al pez milagroso. Pero había llegado tarde.
Él, ya nunca podría ver a su nietecita SONREÍRLE.
FIN.
Anthony Smart
Diciembre/28/2019
Enero/02/2020