Por Rafael Serrano
Era enjuto, alto, de mirada seca y desde siempre, en situación de calle. Tenía una edad vieja, indescifrable: ¿más de 60 o tal vez más de 70 o casi 80? Eventualmente trabajaba en un sitio de mudanzas ancestral, ubicado en la Plaza Río de Janeiro y que sobrevivía, dinosauaricamente, a la feroz gentrificación de la colonia Roma. Gerónimo, el propietario de Mudanzas Jesús Cristo Rey le daba trabajo: manejaba y componía los destartalados camiones de las mudanzas y a cambio recibía unas monedas y a veces dormía dentro de las cabinas.
Era un sobreviviente que enfrentaba con dignidad los avatares de la vida moderna, un loser en los tiempos líquidos; a veces desaparecía por días y después aparecía afable y discreto, desayunaba una concha y un café en los bicicletas ambulantes, el fast food de los jodidos; cuando ganaba algo de dinero, se iba a un hotel y se bañaba, lavaba su ropa en la fuente del David hasta que la plaza Río empezó a poblarse de jovencitas y hípsters paseando perros de moda y las autoridades se lo prohibieron.
Era discreto, una forma del misterio, como su pasado. Le decían El Alemán y todos creían que había sido rico y como dicen en España: de familia con posibles. A diferencia de otros vagabundos, El Alemán no tenía la dignidad perdida y parecía como un personaje excéntrico en un barrio excéntrico; como los personajes del teatro del absurdo. Se llamaba Ernesto Salomón Mengruel Espinoza, nació en Berlìn en 1946, hijo de una mexicana-francesa y de un alemán; seguramente llegó a México cuando sus padres huían de un Berlín devastado.
Era un baby boomer desamparado, un born loser que estudio en el Politécnico y se hizo ingeniero mecánico, se casó y tuvo dos hijas, fue expulsado del reino familiar y se convirtió en paria que deambulaba en las colonias fifís que ahora son el epicentro alternativo de una nueva cultura; no causaba horror, era un sin techo vintage que se correspondía con el paisaje multi-culti de estas ínsulas de la CDMX que quieren ser ciudadanas del mundo, donde los nuevos habitantes de la Roma sobrevuelan ante el lumpen que invade su mundo cool. Que viven su verdad metafísica: una dramaturgia extravagante dominada por una ideología gastronómica, evitando cargar con los fardos de la desigualdad y con esa otra verdad, concreta, que es la pobreza y la miseria que aparece por todos lados como intrusa ante tanta cultura orgánica y artesanal.
Ernesto Mengruel era un hombre en situación de calle que contradecía a la indigencia mexicana. Los indigentes en México son zombis de mirada perdida, sucios, tirados en la calle, ahítos de droga y de dolor; pero la Roma tenía un indigente para llenar el paisaje de una tribalización desaforada, un indigente urbanita a la altura de una cultura alternativa para contrastar con el desastre de los más 3 mil chavos indigentes que deambulan por los paraísos vintage de la Roma, Juárez y la Condesa y que duermen en las plazas y jardines de los parques Pushkin, México, España o las plazas Luis Cabrera, Río, Washington o Giordano Bruno o en la Glorieta Insurgentes. Son los lastres de la cultura neoliberal que hundió a miles en la desesperanza y cuyo main stream excluyó y arrasó con vidas púberes y los convirtió en zombis o en cantantes de huapangos y boleros que trashumantemente mendigan propinas en los cafés y restoranes de la mitificada Roma y la endulcorada Condesa.
Pero Ernesto Mengruel era un loser light, no bebía, no se drogaba solo caminaba, platicaba y componía automóviles viejos de vez en cuando; era un jodido que conversaba con las nuevas tribus que colonizaban las viejas colonias porfirianas reconvertidas en lofts.
Pero ambos, los losers lumpen y el indigente urbanita, pertenecen a la otra historia, a la de los perdedores de las ideologías de Ludwig Von Mises. Merecen una narrativa que los dignifique, una nueva visión de los vencidos por el capitalismo tardío y su atrocidades. Hace unos días, en este enero del 2020, nos enteramos por un periódico amarillista que El Alemán murió en un banca de la Alameda Central viendo la fuente de Poseidón. A la siete de la tarde se sentó y se durmió para siempre, nadie ha reclamado su cuerpo hasta ahora; y a pesar de todo, como diría Matarili: piró en la Alameda; y no en la Plaza Río de Janeiro, como se lo merecía.