CUENTO
Soledad lleva ya más de una semana sumida en la angustia y la tristeza. Sus ojeras se han vuelto todavía mucho más visibles. Su pelo, que ni ganas ha tenido para lavarlo, se ve tieso y reseco. Su rostro, demacrado por la falta de sueño, se asemeja a una flor que poco a poco se ha ido marchitando.
Durante el día, le cuesta mucho esfuerzo hacer sus deberes: preparar la comida, lavar la ropa; darle de comer al perro y a las gallinas. ¡Las gallinas! El sólo acordarse de ellas, hace que el estómago se le revuelva. ¿Quién iba a decirlo, que a solamente unas semanas de sus quince años ella enfermaría?
“¿Por qué?”, se pregunta Soledad, cuando con total apatía se dirige hasta el gallinero para alimentar a las aves que hace ya mucho tiempo debieron de haber sido sacrificadas. Ella, por la situación que ahora atraviesa, parece ya no reconocer el paso del tiempo. Si es lunes o viernes, le da lo mismo. Porque entonces su hija, la única que tiene, no ha podido despertar de aquel coma misterioso.
Al llegar junto al gallinero, se sienta sobre una roca. Luego, enciende un cigarro para calmar un poco su angustia. Y mientras fuma con vehemencia, una y otra vez da golpes con su pie sobre la tierra. El hacerlo, en cierta forma, la ayuda a descargar toda su ira. Su dolor es tan grande, que no sabe hacia dónde mirar. Las gallinas no dejan de cacaraquear. La miran; ¡piden que les den más comida! Pero ella, que se siente sin ánimos para mover el brazo, meterlo en la tasa, y luego aventarles el alimento, solamente desea que un rayo las fulmine a todas al mismo tiempo.
“¡Malditas aves!”, no puede evitar pensar Soledad, mientras entorna los ojos para mirarlas. Y sin poder tampoco evitarlo, ella, nuevamente se pone a recordar la mañana en que, junto con su hija, había ido a hasta la tienda, ubicada en el centro del pueblo, a comprarlas. Las dos rebosaban de alegría. La muchacha, que llevaba puesto un vestido de color rosa pálido y unas sandalias muy bonitas, no había dejado de hablar en todo el camino. Su madre, llena de orgullo, imaginaba un futuro muy brillante para ella.
Era el año 2019. Dentro de un año más, exactamente, Esperanza –que así se llamaba la muchacha- estaría cumpliendo quince años. Su madre, a pesar de ser madre soltera, había decidido que se los festejaría. Ahorrando cada peso que podía, y trabajando por las noches en una lonchería de tacos al pastor, sabía que hacer un sacrificio así de grande valía mucho la pena, ya que Esperanza, la todavía niña, siempre había sido una muy buena hija, así como también excelente estudiante.
Ese día, cuando ambas regresaron a casa, ya sentían mucha hambre. Por lo tanto, enseguida se sentaron a la mesa para comer. Era ya un poco más de las doce del día. En la misma cocina, en un rincón, las pequeñas aves con sus plumitas amarillas no dejaban de pillar. Triturando una tortilla, Esperanza se levantó y entonces se acercó hasta la caja. “Tengan, ¡coman!”, dijo, al depositar sobre el piso de cartón lo que antes había sido una tortilla.
Recordando ahora todo lo anterior, Soledad siente como si su hija jamás haya existido de verdad. Verla así en su hamaca, le causa un dolor que es imposible de explicar. El tiempo no deja de pasar, y la muchacha no da signos de que vaya a despertar. Soledad, que nunca antes había rezado, ahora ha comenzado a hacerlo.
La muchacha lleva así seis semanas. Durante todo este tiempo, no ha habido un solo día en que su madre no haya revivido el instante, aquel maldito instante, en el que, acercándose hasta la hamaca de su hija para despertarla, descubrió que bajo su hamaca había una pequeña gota de sangre. “Esperanza, niña. ¡Ya son las siete!”, anunció esa vez Soledad a su hija. Se le hacía muy extraño que la muchacha siguiese todavía dormida, ya que siempre le había gustado ser muy puntual. Aparte, la joven nunca había podido tolerar a los que siempre llegaban tarde a clases.
Esperanza soñaba con ser astronauta. Desde muy pequeña, mostró fascinación por la ciencia y las matemáticas. Luego, al cumplir seis años, empezó a dar muestras de un enorme talento. Su madre, al ver lo brillante que era, desde ese instante, le auguró un futuro lleno de éxitos. Ella, cada vez que veía jugar a la niña, con sus cohetes y su traje espacial, solía pensar: “Mi hija llegará muy lejos”.
En las noches, cuando Soledad se sienta frente a la hamaca de su hija, juntando las manos, se pone a rezar en silencio. Pasadas las horas, de manera inevitable, sus ojos se vuelven muy pesados. Y entonces es aquí donde todo empieza a suceder. “¡Duerme!”, le grita una parte de ella. “¡No lo hagas!”, enseguida le responde la otra mitad. Su mente se ha dividido en dos partes; de esto no cabe la menor duda.
Muchas horas sin dormir son las que ella lleva ya acumuladas. Por cada día que pasa, su rostro se va pareciendo más al de un cadáver. Y, a pesar del mucho cansancio que siente, sabe, ¡sabe que no puede tirar la toalla! Aunque, hacerlo, sería cosa muy fácil. Su hija la necesita; ¡necesita cada minuto de su tiempo!
Al final de cada noche, Soledad siempre vuelve a presenciar la misma escena. Con horror vuelve a mirar una gota más de sangre bajo la hamaca de su hija. Corriendo, enseguida se agacha para analizarlo. Con la punta de su dedo lo palpa. “¿Por qué?”, se pregunta. Los médicos, a los que ella les ha contado lo que a la muchacha le sucede, solamente le han dicho que aquello no puede ser causado por un mosco. “¡Entonces ¿qué?”, vuelve a preguntarse la mujer, mientras mira detenidamente el rostro de su joven hija.
Soledad comienza a hartarse. ¡¿Por qué ningún médico ha podido encontrar una cura para su hija?! Cansada ya de sufrir por verla así, una parte de su mente le dice debe comenzar a resignarse. Ella tiene que hacerse a la idea de “dejarla ir”. Ya ha pasado el tiempo desde que todo esto comenzó: seis meses en total son los que la joven lleva así: dormida…
¡Otra vez ha vuelto a anochecer! Pero Soledad, para quien la vida se ha tornado muy oscura, tampoco lo puede distinguir. Ella ya lo ha decidido: le quitará a su hija los restos de vida que aún le quedan. ¿Pero de qué manera lo podría hacer?
¿Asfixiándola con una almohada, o dándole veneno a beber…? Estas son las dos posibilidades que le parecen más fáciles. Luego está la cuestión de no causarle tanto sufrimiento. Y, aunque su hija ya está prácticamente muerta, Soledad no puede saber si ella todavía siente. Pensar que será ella misma quien ponga en libertad a la muchacha, le hace sentir una tristeza indecible.
Son la tres de la mañana y -como ha venido haciéndolo desde que su hija enfermó de manera misteriosa- Soledad permanece sentada en su sillón. El cuarto está iluminado de manera tenue por una lámpara. Sobre techo se ven figuras de lunas y de estrellas. Mirando a su hija, la mujer se pone a recordar algunos pasajes de su infancia. “Pronto”, piensa. “Pronto todo esto habrá ya terminado para ti y para mí”. Luego ella se permite cerrar los ojos para descansarlos un momento.
Pasados unos segundos, ella reclina la cabeza sobre el respaldo de su sillón. Su pelo, que en la mañana ha lavado, todavía huele al shampoo de frutas. Su hija siempre amó este mismo aroma. Y ahora, ahora que ella se irá, Soledad piensa que al menos la ha de llevar por siempre en su cabello. Cada vez que ella se lave el pelo, el recuerdo de su hija enseguida acudirá a sus sentidos. Es un buen consuelo para una madre como ella, quien después de todo, finalmente se ha resignado a su perdida.
Vuelven a pasar los días. Es de noche ya. Son casi las cuatro de mañana y; Soledad siente que ya no puede mantener abierto los ojos ni un segundo más. Por lo tanto, ¡los cierra! El alivio que ella siente es momentáneo. Porque luego, enseguida se siente culpable por dejar de estar vigilando. Entonces vuelve a abrir los ojos, que le pesan como dos piedras muy grandes.
“Hija”, murmura. Y aunque ha hablado bajo, esta palabra ha resonado en todo el cuarto: “HIJA”. Luego de taparse las piernas con un pequeño cobertor, Soledad se frota los ojos para así tratar de aliviar el ardor que siente sobre ellos. La joven sigue sumida en su sueño misterioso. ¿Cuánto tiempo lleva así? Su madre ha perdido por completo la cuenta. Todo lo que ella sabe es que la vida es muy cruel, cruel y muy malvada. Por lo tanto, de un momento a otro, ha pensado que morir junto a su hija es lo mejor que le podría quedar.
Amanece, el sol aparece… Comienza el día, transcurre y; de nueva cuenta vuelve a anochecer… Soledad ya lo tiene todo listo. En dos tazas para café ha vertido en pates iguales un líquido revuelto con jugo de naranja; el jugo que siempre fue el favorito de su ahora hija muerta en vida. Ella está más decidida. Porque la vida sin su hija, ya no puede tener ningún sentido. Así que ya lo ha decidido: morirá junto con ella.
El cuarto está iluminado como siempre. Soledad se encuentra de pie ahora frente a la hamaca de su hija. Entonces la mira, ¡una vez más!, antes de que el veneno cierre por siempre sus pupilas. “Nos vemos”, dice, en voz muy baja. A continuación, se acerca hasta la hamaca, se agacha frente a la muchacha y le comienza a acariciar toda la cara con las yemas de sus dedos.
“¡Preciosa!”, la llama. Luego cierra los ojos e imagina las escenas más bellas. La ve vestida con su vestido de quinceañera; la ve bailar, como si fuese una bella flor que es mecida por la fuerza de viento… Al final, acercándose a la frente de la muchacha, le da el beso más amoroso que alguien pueda imaginar. “Mi vida”, expresa la mamá, para luego, lentamente, posar la orilla de la taza sobre los labios de su hija. “Bebe”, le indica, como si la muchacha escuchara. “Bebe, que esto nos ha de volver a unir”.
Consumado el verdadero acto de amor, Soledad se acuesta luego junto a ella. Afuera ha comenzado a amanecer. Deben ser ya como las seis de la mañana. Abrazada al cuerpo de la joven, Soledad se pone así a esperar a que el veneno empiece a surtir su efecto. Ella no sabe cuánto tiempo es lo que eso ha de tardar en apagar su todo, su vida, su mente. Pero eso ahora ya no importa. Ella se ha asegurado de tomar la cantidad suficiente para no fallar en su deseo. “Hija”, vuelva a susurrar, después de darle otro beso a la joven. “¿Alguna vez te dije lo mucho que te amo?”, pregunta, mientras unas lágrimas empiezan a brotarle de sus ojos. “Si nunca lo hice –añade-, ¡eso ahora no importa! Porque tenlo por seguro que, apenas nos volvamos a ver, eso es lo primero que haré: TE DIRÉ QUE… ¡TE AMO MUCHO!”
FIN.
Anthony Smart
Febrero/04/2020