CUENTO
Transcurría el mes de febrero. Las hojas de los arboles caían, uno por uno; lentamente. La ropa de su hijo colgaba de la soga, secándose bajo el sol ardiente de esa hora: las dos de la tarde.
Sentada contra la pared, la mujer permanecía inmóvil y pensativa. El cielo sobre su cabeza ignoraba por completo su dolor y su soledad. Allá, a solamente unos cuantos metros, se encontraba la razón de su desdicha. El cuarto, carente de puerta, era una construcción de bloques que llevaba muchos años así: desnudo. Ella nunca tuvo el dinero suficiente como para haberle puesto un bonito recubrimiento con cemento.
Adentro, acostado en su hamaca, descansaba su hijo, que hacía más de medio año que había caído enfermo de una manera muy repentina y misteriosa. Los médicos, ninguno de ellos había podido encontrar qué era lo que le había sucedido al joven. La madre de éste, completamente abatida, sin hacerle caso a las malas noticias que le habían dado, decidió que conservaría la fe. En su corazón de madre guardó la esperanza de ver a su hijo curado otra vez.
Pero…, el tiempo fue pasando, y el muchacho siguió así. Dormido como lo estaba, parecía que de un momento a otro abriría los ojos, para alivio y regocijo de su madre afligida. Ella, que sufría mucho por verlo en estas condiciones, un día, de repente, comenzó a sentir la vida como si esta fuese una carga muy pesada.
La lucha entonces había dado inicio. A partir de este instante, la señora empezó a sentir un cansancio muy atroz. Todo comenzó a resultarle muy difícil. Las cosas que antes siempre fueron muy fáciles de hacer, ahora pasaron a convertirse un verdadero calvario.
Su cansancio era tan enorme, que, algunas veces, a pesar de sentir mucha hambre, siempre decidía esperar hasta que se le pasara. Cada vez que su estomago rugía como un león, ella, de tan molesta y hartada que se sentía, solamente se colocaba ambas manos encima. Después, con voz totalmente apagaba, empezaba a decir: “No tengo hambre, ¡no tengo hambre! Solamente es mi imaginación…”
La señora permanecía sentada frente a la hamaca de su hijo, con el rostro desencajado. Muchas veces siempre terminaba llorando mucho. Su desdicha era tal que ella solamente no lograba encontrar alivio en nada. Al oscurecer, enseguida empezaba a sentir un miedo enorme en su interior. Porque entonces ya sabía que tendría que atravesar una noche en el que cada una de sus horas le parecería una eternidad…
“Oh, no permitas que me vuelva loca”, se empezó a repetir un día la mujer. Al sentir toda una serie de cosas indescriptibles para su yo, sintió por primera vez que su cordura podía verse realmente afectada. Sentada frente a su hijo enfermo, de repente vio que todo se ponía muy oscuro. “Por favor, no”, pidió la mamá del muchacho. Pero, sin poder hacer nada para evitarlo, su mente se fue precipitando dentro de un abismo… Ella no imaginó que este sería el último de los instantes en que tendría eso llamado “razón”.
Porque, al llegar el sol del nuevo día, con horror que tal vez algún testigo habría sentido, en caso de haberla visto ahora, la mujer finalmente había hecho su entrada a los reinos de la locura… Ahora, encerrada en un cuarto de un hospital para “locos”, al caer la noche, la mujer corre hasta la pequeña ventana. Con su rostro haciendo todo tipo de muecas incomprensibles, y con los ojos muy abiertos, ella, apuntando hacia la luna, empieza a repetirse así misma: “Mi hijo es un conejo, ¡mi hijo es un conejo!” Después, agitando una de sus manos, lo saluda: “Hola, conejito”.
FIN.
Anthony Smart
Febrero/20/2020