CUENTO
En un pueblito llamado “Muna” vivía una joven que toda su vida había sido muy vanidosa. De origen muy acomodado, esta muchacha, que era muy guapa, siempre tuvo mucha conciencia de su propia belleza.
Su cuerpo era alto y delgado; sus manos, finas como la porcelana china. Su cabello, largo, y de un color castaño claro, era igual de hermoso que sus ojos, labios y todo lo demás. La joven, cada vez que tenía que tocar algo, siempre lo hacía muy despacio, porque entonces detestaba mucho tener que ensuciarse los dedos. “Ay, ¡qué asco!”, decía, antes de colocar sus dedos sobre cualquier objeto. A veces, incluso, llegaba a usar unos guantes blancos para hacer más visible su desagrado por las cosas sucias.
En su casa todo era limpio y pulcro. Por donde quiera que uno mirara, nunca encontraba rastro alguno de polvo, ya que la sirvienta ponía sumo cuidado a la hora de limpiar todos los días. Conociendo a la hija de sus patrones, la empleada sabía que no podía hacerla enojar. Si lo hacía, como una vez sucedió, la chica guapa enseguida pediría a sus padres su despido.
Una vez sucedió que la sirvienta olvidó lavar los calcetines nuevos de su pequeña patrona. A la hora de preguntar por ellos, la joven -que ya tenía pensado presumírselos a todos sus compañeros y a toda la escuela, armó su berrinche habitual. “Inútil, bruta; ¡les pediré a mis papás que te despidan!”, gritó en repetidas ocasiones. La señora, consiente de saberse menos frente a ella, solamente se limitó a escucharla, con la mirada puesta en el piso.
Ese día, más tarde, al salir de la regadera, refunfuñando por lo sucedido, la muchacha fue hasta el cajón de su pequeña cómoda –que en las puertas tenía pegado posters de sus cantantes favoritos- y entonces buscó unos calcetines blancos, los cuales, de mala gana, enseguida se puso.
De camino ya hacia su escuela, el sol de esa hora le iluminó su bello rostro. Sus ojos, verdes claros, brillaban como dos piedras preciosas. Su atuendo, una blusa blanca y una falda de rayas cafés con blanco, en ella, parecía el de una princesa. “No hay en todo este pueblo niña más bella que yo”, pensó con total vanidad la estudiante de secundaria. “¡Nadie!”
Su mirada, que se iba posando de una cosa a otra, lo iba transformando todo en cosas muy distintas. Las casas pobres, por ejemplo, se transformaban en castillos hermosos. Los muchachos morenos y con la ropa muy sucia, que regresaban de la milpa, se convertían en príncipes de cabellera rubia y cuerpos perfectos.
“Ja ja ja”. La muchacha vanidosa se sentía muy feliz dentro de su juego de fantasías. Ella, que con ansias enormes esperaba a terminar la secundaria, a veces llegaba a sentir que el tiempo estaba en su contra. Y es que, sus padres ya le habían dicho que cuando cumpliese dieciocho años podría irse a Mérida a estudiar, si así lo deseaba. Y ella, que siempre había desdeñado su pueblo y a sus habitantes, nada más contaba con total ahínco los días que hacían falta para que cumpliese esa edad. Abandonar su pueblo se había convertido en su más grande anhelo. Ella ya tenía resuelto que el día que lograse salir de aquí, ¡jamás regresaría!
Pero mientras llegaba ese día, tenía que seguir soportando a sus compañeros, quienes no eran ni ricos ni guapos como ella. “La chusma”. Así es como la niña presumida les llamaba. Tener que asistir a la misma escuela que ellos. ¡¿Cómo era posible que su padre no haya querido inscribirla en una escuela de la capital?! “Yo no nací rico”, solía contarle el señor, cada vez que veía a su hijita ser altiva y presumida con la gente que no era rica como ella. “¿Por qué no puedes intentar ser un poco amable con ellos?”, preguntaba su padre. Y la joven enseguida le respondía: “¡Porque no los soporto!” Su amor por ella era tan grande que el señor solamente movía la cabeza de un lado hacia el otro. “Ay hijita”, expresaba éste, mientras veía a la joven correr hacia su cuarto…
Ella siempre había sacado excelentes calificaciones en todas sus materias. En su salón, no se llevaba con casi nadie. La única persona a la que le hablaba era un muchacho que era excelente dibujante. La joven vanidosa, sin faltar ni un día, a la hora del descanso, después de comerse su sándwich, sin hacer ruido, siempre se le acercaba a este muchacho. Tapándole los ojos con las manos, enseguida le preguntaba con tono amable: “¿Adivina quién es?” Pero el muchacho, que nunca le seguía el juego, solamente esperaba a que le dejasen libre la vista otra vez.
Sentándose frente a él, la joven vanidosa le preguntaba a su compañero: “¿Me dibujas hoy?” El muchacho, de tan pobre que era, nunca decía que no. Ella le pagaba una suma importante de dinero que él siempre regalaba a sus dos hermanitos.
El joven ya llevaba dibujando el rostro de su compañera más de medio año. Los dibujos, que sumaban unos cien en total, se mantenían muy bien guardados dentro de una carpeta de plástico, que se cerraba con un broche en la parte de en medio. Y todas las noches, al acostarse sobre su cama, la joven vanidosa se extasiaba mirando cada uno de sus muchos retratos.
“Hermosa”, decía, cada vez que miraba una hoja distinta. “¡Qué muchacha más bella!” El dibujante siempre había logrado captar toda la vanidad de sus ojos. Su nariz, perfecta, le daba a su rostro un aspecto de distinción. La muchacha rica permanecía contemplando sus retratos hechos a lápiz hasta muy entrada la noche…
Pasó el tiempo, pero ella siguió siendo como era: presumida y muy vanidosa. En su escuela todos habían aprendido a percibirla como una muchacha inalcanzable. Por lo tanto, nadie se molestaba ya en tratar de hacer migas con ella. La joven, que seguía encerrada en su propio mundo, nunca percibió todo esto.
Y un día, al llegar la fecha que tanto se había pasado esperando, se sintió muy rara, ya que no estaba como se supone que debía de estarlo: muy feliz. Sentada en la orilla de su cama, se miró los brazos, como quien busca rastros de algo.
“¿Qué me pasa?”, se preguntó la joven, con total extrañeza. El espejo de su recamara le devolvía su propia imagen. Hoy era el último día de escuela. Después de las vacaciones, si ella así lo quería, por fin podría irse a estudiar la prepa a la ciudad. Su padre ya le había dado su permiso y su apoyo para hacerlo.
Pasaron las horas y dieron las doce. “¿Qué me pasa?”, volvió a preguntarse la joven, mientras caminaba hasta su escuela. Esta vez para nada tuvo ganas de jugar aquel juego en el que su mente todo lo iba convirtiendo en algo muy distinto. Se sentía como débil, y también como deprimida. ¿Pero por qué? Ella desde luego que no lo sabía.
En el pasillo que conducía hacia los salones de tercer grado se veían alumnos ir y venir. Todos sonreían, todos disfrutaban a lo máximo este día que tan especial era para ellos. La joven vanidosa, que había decidido quedarse parada un rato donde nadie la viese –detrás de la puerta de lámina que cubría la entrada principal-, miró todo esto con ojos tristes. Al darse cuenta de que nadie parecía extrañar su ausencia, sintió un dolor que enseguida trató de disimular sonriendo.
Pero a pesar de hacer esto, ella siguió sintiéndose, no solamente triste, sino que además muy miserable. Los calcetines que aquella vez no pudo ponerse, porque su empleada doméstica no los había lavado, adornaban ahora muy bien aquellas partes de su cuerpo. Pero ni esto podía hacer que ella se sintiese feliz.
“¡¿Qué me pasa?!”, volvió a preguntarse. Era la tercera vez que lo hacía. “Hola”, escuchó a una voz decir detrás de ella. “¿No entras?” La muchacha, al instante había reconocido aquella voz. Desde luego que pertenecía al muchacho dibujante.
Lentamente entonces se volteó para mirarlo. Y, cuando su mirada se encontró con la de su compañero, ella, por más increíble que pueda parecer, sintió una alegría que nada tenía que ver con las otras alegrías que siempre había sentido y que tenían sus bases en todo lo referente a su vanidad.
Esta alegría que ahora sentía ¡era totalmente distinta! Ella lo pudo saber, ya que, por primera vez en toda su vida, sintió ganas de llorar, pero no porque estuviese triste, sino porque aquel muchacho humilde había hecho despertar en su corazón unos sentimientos que en verdad resultaban muy bellos.
Sin poder hacer nada para ocultar la alegría que le daba verlo, la joven –que toda su vida había sido muy vanidosa- tuvo que hacer un esfuerzo enorme por contener sus ganas de abrazarlo. “Yo…”, dijo. “Es que…” “Es que ¿qué?”, le preguntó el joven dibujante.
Ella permaneció con la mirada baja. Él, por el otro lado, esperó con paciencia a que ella se decidiera a hablar. Pero, trascurridos unos minutos, al ver que su compañera no hablaría, fue él quien al fin dijo algo: “Mira, lo hice anoche para ti”. Extendiendo la hoja que instantes antes había sacado de su mochila, el joven lo colocó donde ella pudiese verlo. “Tómalo”, pidió a la muchacha. “¡Te lo regalo!”
Sin decir palabra, la joven movió la cabeza para decir “no”. El muchacho le insistió. Hablando con voz muy baja, se puso a decir: “Después de este día, tal vez nunca te vuelva a ver. Te irás a la ciudad, como siempre has querido hacerlo. Antes nunca hablé mucho, ya que, siempre me dolió ver lo pobre que soy. Pero hoy que es el último día en el que nos veremos, quiero aprovechar para decirte que siempre me gustaste mucho. Pero, ya lo he dicho: tú jamás podrías…” De repente había dejado de hablar. Decir lo demás, él sabía que era imposible. Una muchacha como aquella, ¡cómo rayos iba a fijarse en él!
“Yo…”, respondió la joven al fin… Alzando lentamente su rostro, decidió de esta manera mirar a la persona que tenía frente a ella. “…He decidido no irme…” Esto fue todo lo dijo. Y abalanzándose sobre el muchacho, que tantas veces la había dibujado, ¡lo abrazó con todo su corazón!
Minutos después, mientras los dos corrían tomados de la mano, como lo que eran: dos jóvenes rebosantes de vida, ella supo que a partir de este día jamás volvería a ser la que siempre había sido: una joven altiva y muy vanidosa.
FIN.
Anthony Smart
Febrero/24/2020