CUENTO
Betsy lleva hasta ahora más de seis años buscando a su hijo. Ella ya ha estado en el Reino Unido, España y Japón; y nada. En ninguno de estos países ha podido encontrarlo. Su arrepentimiento de madre surgió un tiempo después de que su hijo se marchó para siempre.
El padre del muchacho, que todo el tiempo se la pasaba viajando por cuestiones de trabajo, al regresar a casa, y al enterrase de la ausencia de su único hijo, en vez de ponerse triste, se alegró. “¡Por fin ese marica decidió largarse”, expresó con alegría. “Ya se había tardado mucho…”
“Mi hijo, ¡mi hijo!”, se la pasó lloriqueando un día la mamá del muchacho. “Se ha ido, ¡se ha ido!” De repente, había comenzado a extrañarlo demasiado. El muchacho, que se había llevado sus objetos favoritos, esta vez parecía no ir a regresar. En otras ocasiones, cuando su padre lo echaba de la casa, después de un mes, siempre terminaba regresando. Pero esta vez era diferente. Betsy, con su intuición de madre, lo supo muy bien.
Pasado un tiempo, después de haberlo estando meditando mucho, la mamá del joven llegó a una resolución: se iría a buscarlo. “¡Pero si en el mundo hay millones de maricas!”, se burló su esposo, cuando ella le contó su plan. “¡¿Cómo se supone que has de encontrarlo?!” Terminado de decir lo anterior, el padre del muchacho se rió de manera muy burlona. Nunca quiso a su hijo. Desde el momento de ver su conducta, lo rechazó por completo.
Betsy, que toda su vida había sido una mujer religiosa, al fin había podido hacer a un lado todos sus prejuicios respecto a las preferencias sexuales de su hijo. Ella al fin había comprendido que su hijo no era un ente endemoniado, como siempre se lo hicieron creer los de su congregación, sino simple y sencillamente un ser humano como cualquier otro.
Recordando todas las veces en que ella le había echado agua bendita al muchacho –según sus amigos que para curar su homosexualidad- sus ojos no pudieron evitar llorar. Porque al fin se daba cuenta de todo el daño que seguramente le había causado a su hijo con todo este tipo de conductas, que más que ser los de una madre normal, parecían los de una loca. Y ahora, con todo su arrepentimiento a cuestas, y con sólo dos maletas, Betsy se dispuso a ir en su búsqueda. “¡No regresaré a casa sin antes haberte encontrado!”, se juró a sí misma. Después, sin más tiempo que perder, emprendió el camino hacia su gran e importante objetivo.
El primer país en donde ella estuvo fue China, lugar en el cual no pudo permanecer mucho tiempo, debido a que un brote muy mortal de un virus estaba matando a toda esa gente. Betsy, con todo el pesar del mundo, tuvo que tachar de su lista este país. “Solamente espero que no estés aquí, y de que este virus no te haya encontrado antes que yo”, pensó, mientras abordaba el avión que en unas cuantas horas la pondría dentro de Nueva York.
Transcurridas más de quince horas, la mamá del joven desembarcaba en la ciudad que nunca dormía. “Darling”, dijo al pisar tierra Norteamérica. “Espero encontrarte aquí” Luego, al salir del aeropuerto, una ráfaga de aire le removió la falda con estampado de flores y la gorra con el logotipo de “I love NY”, que instantes antes había adquirido en una de las tiendas de recuerdos.
Betsy lanzó un juramento. Después se sujetó con fuerzas la falda y la gorra, y a continuación trató de abrirse paso entre la muchedumbre. “Hijo, ¡espero encontrarte aquí!”, volvió a decir. Media hora después, a trescientos metros, ella al fin pudo ver la Quinta Avenida con todos sus cientos de anuncios.
En razones distintas, Betsy seguramente que habría disfrutado mucho todo este espectáculo neoyorkino, pero ahora, con el dolor que sentía, ni siquiera tuvo ánimos para acercarse a mirar a su artista favorito -Rock Hudson-, a quien la gente tenía rodeado para pedirle sacarse una foto, así como también para pedirle su autógrafo. Las mujeres gritaban enardecidas: “Rock, te amamos”. Para este entonces nadie imaginaba que unos años después, este mismo actor moriría de una enfermedad muy rara.
Betsy buscaba a su hijo gay, mientras otro actor gay firmaba autógrafos a sus fans. Ironías de la vida. Los fans de Rock Hudson desde luego que desconocían sus verdaderas preferencias sexuales. El dolor para sus fans femeninas –al enterarse después- sería algo catastrófico. Muchas de ellas terminarían suicidándose de pura decepción…
Al llegar bajo el Empire State, a pesar de sentirse muy cansada, debido a que había caminado más de dos kilómetros, Betsy decidió subir enseguida hasta la cima, tan solo para ver si desde aquí podía ver a su hijo en alguna parte de esta gran ciudad. “¡Que Rock me de fuerzas!”, dijo, al poner su pie en el primer escalón. Ese día, para su mala suerte, los ascensores no funcionaban.
Más de una hora fue lo que a la mujer le llevó llegar hasta el techo. Con el pecho jadeando por la falta de aire, y con el pelo sudándole bajo la gorra, casi sintió morirse en ese mismo instante. “¡Esto me pasa por haber comido tantos hot dogs!”, se recriminó Betsy. En efecto, en la puerta del Empire State se había comprado unos seis de aquellos bocadillos que enseguida engulló con mucho orgullo. “No todos los días viene uno a Nueva York”, se dijo para justificar un poco su gula instantánea. Para acompañar los hot-dogs, se había tomado un vaso enorme de kool-aid, sabor fresa.
Al llegar al techo, Betsy decidió sentarse un rato. Luego, pasando su mirada por la ciudad, se preguntó dónde podría estar su amado hijo, a quien un día le había dado la espalda. Permitiéndose fantasear un poco, Betsy cerró los ojos e imaginó que su hijo subía, como King Kong, hasta ella. “Hijito mío, ¡te extrañé!”, imaginó decirle, mientras lo estrechaba contra su pecho de madre arrepentida. “De ahora en adelante te querré, ¡sin que me importe lo que diga la iglesia o nadie más sobre personas como tú…!”
La mamá del joven desaparecido se encontraba en lo mejor de sus fantasías, cuando sintió que algo le golpeó a la cara. Al abrir los ojos, enseguida vio que aquello se había tratado de un pájaro. El pájaro había caído al suelo. Y, cuando la mujer lo vio emprender el vuelo, se dijo: “solamente espero que no sea de mal agüero”. El ave era de color negro.
Instantes después, descansado ya lo suficiente, Betsy se puso de pie. Alisándose la falda con las manos, y ajustándose la gorra sobre su cabeza, trató de enfundarse nuevos ánimos. Al estar en unas alturas como estas, le dieron ganas de ponerse a gritar como Tarzán. Porque llamar a su hijo así, con el grito de la selva, habría sido maravilloso. Pero, gracias a que todavía sentía el estómago muy revuelto, sabía que si abría la boca, seguramente que enseguida vomitaría todos aquellos hot-dogs.
Así que no le quedó más remedio sino que solamente buscar con la mirada. Asomando la cabeza hacia abajo, Betsy vio montones de jóvenes pasar por las calles caminando. Por suerte que ella nunca había padecido de vértigo a las alturas, porque si no, seguramente que a estas alturas de su búsqueda ya estaría muerta sobre el pavimento. Arrodillada en la orilla del techo, y con las manos formando una especie de binoculares, Betsy siguió buscando en las lejanías a su hijo desaparecido.
Tres horas después, sin haberlo visto por ninguna parte, sintió una decepción que casi la mareó. “No está aquí”, pensó, cuando al fin supo que ya era hora para dar por terminada su búsqueda. “Será mejor que me vaya a San Francisco”. Betsy había leído alguna vez en una revista que en esta ciudad abundaban las personas que eran igual que su hijo. Entonces, ¿por qué no había ido allí primero a buscarlo? Porque Nueva York le quedaba más cerca.
“¡Espérame, hijito!”, gritó, mirando allá, a lo lejos. “Tu mami va en camino”. El pequeño barco que transportaba gente de Nueva York hasta Nueva Yersey parecía avanzar como una hormiguita. Betsy se encontraba a punto de darse la vuelta, cuando entonces lo vio. ¡Era él, su hijo! ¡Allí estaba! ¡Abajo!; caminando con otros jóvenes como él. “¡Hijo!”, gritó desde esta altura. “¡HIJO!” Pero la distancia entre los dos era muy amplia, como para que él la haya podido escuchar.
Pero, a pesar de sus fracasos, Betsy nunca no dejó de llamarlo. Una y otra vez; con todo el aire que sus pulmones tenían, gritó y gritó, hasta que casi sintió desfallecer. Su hijo se alejaba. Así que ella ¡tenía que bajar a toda prisa para poder alcanzarlo! “¡HIJO!”
Betsy corrió otra vez hacia las escaleras. Y, con toda la agilidad de la que podía ser capaz, comenzó a bajar. Eran más de cien pisos los que tenía que bajar, ¡pero esto era lo de menos! Su hijo se alejaba, así que ella tenía que correr, si es que no quería perderlo de nuevo. Su descenso iba bien, hasta que, encontrándose ya a la mitad del edifico, lo sintió temblar. El golpe había sido como el que ocasiona un choque. Hasta Betsy había sentido el impacto. Deteniéndose en seco, miró arriba y hacia abajo. Luego entonces se preguntó qué pudo haber sido aquello. “Hijito mío”, dijo, después de persignarse.
Estando aquí, recordó todas las veces en que le había echado agua bendita a su hijo, para luego enseguida decirle: “Cruz, cruz, ¡que se vaya el diablo y que venga Jesús!” Betsy nuevamente sintió unas ganas inmensas de llorar. Y es que el recuerdo de su hijo, despertándose a medianoche para reclamarle: “¿Qué te pasa?”, ahora le resultaba increíble. ¡Cómo era posible que ella no haya podido entenderlo, si el muchacho nunca había hecho nada malo! Pero para ella, y para todos los de su congregación, él siempre representó el mal.
Arrepentida como ahora lo estaba, y viendo por fin las cosas con total claridad, Betsy rogó a Dios por una oportunidad para poder enmendar las cosas. Olvidándose de lo que instantes antes había sentido, emprendió de nuevo el descenso del edificio. Pero, unos metros más abajo, se quedó pasmada. Los escombros habían tapado el paso. “Piensa, ¡piensa rápido!”, se dijo a sí misma la mamá del muchacho.
Entonces corrió hacia los escombros y trató de removerlos. Pero los pedazos pesaban mucho. Al ver que era imposible moverlos, Betsy se hizo hacia atrás y, apoyando su cuerpo contra la pared, trató de no desesperarse al saber que estaba atrapada. Ahora, la única opción que parecía quedarle era subir de nuevo por donde antes había bajado. Guardaba la esperanza de poder encontrar arriba otra vía por dónde salir.
Betsy ya había subido dos pisos, cuando de repente, al doblar hacia la izquierda, para horror suyo, vio que los escombros bajaban, como si se tratasen de una avalancha. Entonces se dio la vuelta para correr de nuevo hacia abajo; pero todo esto fue en vano. Porque, en cuestión de segundos, había quedado sepultaba bajo todo aquel peso. “Dios mío, ¡Dios mío! ¡No permitas que me muera aquí!”, dijo la mamá del joven, una y otra vez. Instantes después, recordando que su hijo la estaba esperando afuera, se puso a gritar: “Auxilio, ¡AUXILIO! ¡Que alguien me ayude!” Afuera, las muchas ambulancias habían empezado a sonar.
Los noticiarios de todo el mundo pasaban ahora, una y otra vez, la horrible escena del Empire State quemándose. Un avión se había estrellado contra su estructura.
“Pronto vendrán por mí, y entonces me iré a buscar a mi hijo”, pensó Betsy para no dejar que el cansancio le cerrara los ojos. Pero, las horas pasaron y nadie vino por ella. Para este entonces ella ya llevaba más de seis horas sepultada. El oxígeno cada vez se hacía menos. Betsy permaneció alerta…, hasta que ya no pudo más. Cerrando entonces los ojos, mientras la vida la abandonaba, pronunció, despacio: “Darling, hijo mío, ¡perdóname!”
FIN.
Anthony Smart
Marzo/03/2020