CUENTO
Todos los días, al dar las nueve, aquel hombre se despertaba. Sintiéndose muy cansado, se preguntaba un montón de cosas. Después, cuando al final se ponía de pie, enseguida empezaba a sentir una decepción tremenda por esta cosa a la que todo el mundo llamaba “vida”.
Más tarde, cuando ya había resuelto sus pocos pendientes, se iba directamente hacia la cueva que un hombre muy rico le tenía encomendado cuidar. A cambio de hacer esto, el hombre le pagaba a este otro unas cuantas monedas, que en realidad no eran mucho dinero, pero que, a final de cuentas, le ayudaban a sobrevivir.
Sentado frente a toda esa pared de diamantes, el cuidador de esta cueva permanecía inmerso en un montón de pensamientos. Hacía ya mucho tiempo que robar algunas de estas gemas había dejado de hacerle sentir algo. En otros tiempos, si había robado, no era porque le gustara, sino porque en verdad tenía un motivo para hacerlo.
Y ahora que su hijo había muerto, todas las cosas habían perdido su sentido para él. “¿Qué puedo hacer?”, se preguntaba el hombre, apenas y entraba a la cueva que tenía que cuidar. Su patrón jamás se había dado cuenta de que le robaban. El hombre, de tan alicaído que ahora se sentía, rogaba porque el otro finalmente se diera cuenta. Porque solamente así lograrían despedirlo.
Entonces sí, él finalmente podría tener un motivo valido para ir a su casa y entonces suicidarse. Pero su patrón, de tan bobo y millonario que era, por lo visto, jamás lo haría. “No puede ser”, pensaba el cuidador de los diamantes. “¡No puede ser posible que no pueda envidiarle toda su riqueza!”
Y nunca lo había hecho. Nunca pero nunca había envidiado a las personas. Ah, pero eso sí; siempre había sentido celos de ellas, cuando las veía ir por las calles sonriendo. Porque entonces él jamás podría hacer esto junto a su hijo, junto al único que había logrado tener con su mujer, que después de parirlo, enseguida moriría.
El niño, para desdicha de su padre, había nacido con daño cerebral. Y desde el instante de saberlo, el pobre hombre sintió a la melancolía instalarse en su alma y ser para siempre. Él lo había sabido. Al mirar el pequeño rostro de su hijito, enseguida supo que a partir de ahora su vida solamente sería una lucha continua, una lucha de la que ni siquiera Dios sabía su razón o motivo.
Volviendo la mirada frente a los diamantes que destellaban un hermoso brillo, sentado en el suelo, el hombre cerró los ojos y entonces rogó al cielo porque la cueva se derrumbara sobre de él. Ya no podía soportar estar vivo, ya no podía soportar estar sin la presencia de su único hijo. Y, aunque éste jamás haya podido caminar junto a él, al menos, cada vez que su padre le había traído un diamante nuevo, al mostrárselo, el muchacho, ¡siempre le había sonreído!
Y ahora que su hijo había muerto, el hombre de la cueva supo que ya no tenía más motivo para seguir robándose una de esas tantas piedras preciosas. Porque entonces ya no tenía a nadie a quién mostrársela.
FIN.
Anthony Smart
Marzo/10/2020