El sonido y la furia
Martín Casillas de Alba
Sir András Schiff (1953-) interpretando las Variaciones Goldberg.
Ciudad de México, sábado 14 de marzo, 2020. – Juan Sebastián Bach escribió sus Variaciones por encargo del conde Carl von Kayserling, embajador del Imperio ruso en la corte de Sajonia, quien tenía a su servicio al notable clavicembalista Johann Gottlieb Goldberg, discípulo de Bach. Cuando el conde tenía insomnio, lo mandaba despertar para que lo entretuviera tocando el clavicordio si fuese necesario hasta el amanecer.
Las primeras Variaciones Goldberg que conocí fueron hace años con el excéntrico pianista canadiense, Glenn Gould y hace un año, con Zhu Xiao-Mei en un programa de Film&Arts titulado Cuando Bach venció a Mao. Entonces, me llamó la atención cómo era que las interpretaba durante su gira por China o cuando se sentaba a tocarlas en su estudio en París o en el campo de Francia, donde se retiraba después de un viaje o en la Thomaskirche de Leipzig como homenaje al lado de la tumba de Bach.
Hace unos días vi en Film&Arts la clase maestra que ofreció Sir András Schiff con explicaciones precisas de cada una de las treinta variaciones, estructuradas como filigranas, que lograron despertar a los dos o tres ángeles que rondan por mi casa para que me levantaran en vilo unos cuantos centímetros de la tierra firme que piso.
Para mí, tocar un instrumento es algo imposible, por eso, cuando vi cómo András Schiff usa las manos con tal precisión mientras va interpretando las treinta variaciones de memoria y va recreando esa música deleitosa, variada y sutil, no pude más que admirarlo mientras trataba de entender ¿cómo era posible que alguien tenga en la cabeza toda esa música y la interprete sin falla alguna?
En las Variaciones, Bach incluye una zarabanda más bien lenta; luego, una giga, más vigorosa en donde las parejas giran y el hombre carga a la mujer de la cintura, digamos, como lo hacían en la corte de la reina Isabel I de Inglaterra; intercala temas religiosos y profanos compuestos con la misma creatividad y riqueza técnica como dicen que lo hizo Bach en la última década de su vida.
Las Variaciones incluyen el Quodlibet o como les guste, una especie de ensalada o popurrí como las que inventaban los miembros de la familia Bach cuando se reunían para improvisar uno que otro popurrí, plenos de buen humor.
Tenemos, pues, varias piezas festivas que no necesariamente tenemos que escucharlas con el ceño fruncido, ni estar meditabundos, sino que podemos disfrutar los cambios, los regresos al canon, con esas fugas prodigiosas como las que escuchaba el conde mientras Goldberg sudaba la gota gorda interpretando los juegos musicales que había compuesto su maestro. Las manos del interprete se enciman sin estorbarse –al estilo Scarlatti, como lo explica Schiff– y luego van de un lado para el otro como si estuvieran encantadas.
Me imaginé al conde al amanecer, sin resolver los “galgos morados del insomnio” –como decía Gorostiza–, esbozando una sonrisa, recordando las delicias musicales que había interpretado el virtuoso Goldberg a las tantas de la madrugada, hasta poco antes que el conde se asomara al ventanal, tarareando el canon o uno de los juegos musicales, viendo las luces del amanecer y una que otra cigüeña emigrando rumbo a Mali, levantando el vuelo sobre las aguas del Weiße Elster, el afluente del Elba, en una aparente fuga.
Los parientes de Bach se reunían en Turingia, entre los bosques, las cimas de las montañas y las villas medievales para cantar y jugar musicalmente: el premio se lo llevaban los que lograban improvisar la mezcla más absurda, junto con las carcajadas más abundantes.
Bach es la perfección musical –por eso, dicen que es como Dios– y su obra expresa la perfecta armonía, como en este dueto, parte de la Cantata BWV 78, O Jesu, o Meister para soprano y contratenor, cuando los dos piden auxilio, como lo pedimos a veces los que estamos la oyendo, deseando que nos escuchen los ángeles en sus coros celestiales, esos ángeles terribles como la belleza misma, como decía Rilke.