EL SONIDO Y LA FURIA
MARTÍN CASILLAS DE ALBA
Ciudad de México, sábado 9 de mayo, 2020. – Cómo me gustaría explicarles, tal como lo hizo Rosalinda a Orlando, la manera como “el tiempo viaja a distintos pasos con distintas personas”, para que conozcan con quien va a trote, con quien galopa y con quién se queda parado o tropieza. Ahora que hemos cambiado la rutina y nos quedamos en casa para protegernos, el paso del tiempo hace de las suyas y va a una velocidad que no estábamos acostumbrados.
Es como un silencioso río –metáfora inevitable, como apunta Borges– que fluye a todas horas, incluso por la noche, cuando dormimos “sin que deje de fluir por el campo, por los sótanos y entre los planetas” o “bajo las absolutamente indecibles estrellas.”
Ese fluir silencioso es notable en estos días, pues mientras que el mudo tiempo destruye poco a poco lo que encuentra, convierte el presente en pasado, como recuerdo cuando un día cualquiera lo expresaba porque creía estar… ¡en el mejor momento de mi vida!, para completarlo a continuación con un, ¡ya pasó!
Sabemos que la vida se divide entre el día y la noche cuando interrumpimos el estado consciente para dejar que salga, de quién sabe dónde, cosas que vivimos desde otro mundo, como el día que nos levantamos por la mañana hechos todo un Leopoldo Bloom, para recorrer la ciudad durante el día, esa unidad del tiempo que James Joyce la convirtió en obra maestra transformándola en toda una vida, hasta que Bloom llega a su casa para que Molly su mujer dijera que sí a la vida, y él dispuesto a todo, sin importarle si tenía o no un amante, final tan diferente al del otro Ulises que, al llegar a su casa en Ítaca tuvo que enfrentar a los pretendientes que su mujer había evitado, tejiendo y destejiendo, hasta el día que llegó su marido, más viejo por los veinte años entre el sitio de Troya y el viaje de regreso hasta que llegó a su casa como pordiosero, nadie lo reconociera excepto su perro que lo olió, movió la cola y murió.
“Tal como las olas avanzan hacia la pedregosa playa, así nuestros minutos se apresuran a su fin”, como escribió Shakespeare en uno de sus sonetos a propósito del fluir de los minutos.
Cuando esperamos a la novia el tiempo camina lento, acotado por los pasos en la escalera o en la azotea; si estamos en nuestro propio camino, el tiempo pasa sin darnos cuenta y, si hemos estado veinticuatro horas en terapia intensiva para registrar el ritmo cardiaco, entonces, esas horas eran como la eternidad.
La música fluye como el tiempo: igual de efímera, sin poder tocarla porque pasa y existe sólo en el momento en que la escuchamos, sin embargo, nos puede alterar la manera de ver el mundo y el lugar que ocupamos en él.
“¡Qué raro pensar que de los tres tiempos, tal como los hemos dividido: el pasado, el presente, el futuro, sea el presente el más difícil, el más inasible! Tan inasible como el punto en el espacio que, si lo imaginamos sin extensión, deja de existir; por eso, tenemos que imaginar que el presente tiene un poco del pasado y otro poco del porvenir”, como sugiere Borges.
¿Por qué todo lo que he vivido en los casi setenta y nueve años de vida, me da la impresión que han pasado muy rápido? No lo sé, pero tengo la sensación que el tiempo, en la vida de cada quien, va a galope tendido, como podía habernos explicado Rosalinda.
“Sí, porque cada quien tuvo su hora, quizá menos de una hora entera, acaso un intervalo apenas mensurable en las medidas del tiempo; algo, entre dos instantes, donde cada cual tuvo una existencia. Y que fue Todo”, como sugiere Rilke en su séptima Elegía.
Tal parece que vivimos en el presente, ese que de inmediato se convierte en pasado para asentarse entre la memoria y el olvido, variables con las que alimentamos al porvenir, sin perder la esperanza.