CUENTO
Todos estos años dudé de él, solamente porque cada vez que se largaba no regresaba sino hasta después de un mes; o más. Imaginando lo más lógico, comencé a odiarle en secreto. Yo, quien era una mujer muy adicta a la religión, ahora pecaba con mis sentimientos. ¡Sentía detestar a mi marido!
Lejos él de casa, a veces, mientras permanecía despierta en mi cama, en medio de la oscuridad, ¡vociferaba!, aunque en tono muy bajito: “¡Ojala que se muera!” “¡Ojala que le caiga un rayo a su camión!” Mi marido trabaja –desde hace ya unos doscientos años- como conductor para una línea de autobuses, que hace viajes por todo el país.
Poseída por la ira, lo imaginaba de muchas maneras. Con el camión repleto de pasajeros, imaginaba que mi marido recibía el castigo de Dios por serme “presuntamente infiel”. (Vaya, ahora que lo pienso, creo que este texto no se debería llamar “El covid me ha devuelto a mi marido”, sino que “El Presunto Infiel”).
Continúo con mi confesión. Algunas otras veces imaginaba que se salía de la carretera, y que luego de unos instantes moría, ¡sí!, ¡con su cabeza estrellándose contra el parabrisas! Yo veía la sangre, ¡lo veía todo!
Algunas veces más, imaginaba que su camión se precipitaba en lo hondo de un barranco. Y mientras iba cayendo, imaginaba que él gritaba: “Amoooor… ¡Perdóname por haberte sido infieeeeeel!”
¡Qué cosas! ¡Cuántas veces no pequé! Y ahora, después de mucho tiempo, gracias al Covid, mi querido esposo ya lleva más de dos meses sin salir de casa; es decir ¡de mí casa! Como a muchos otros, le han suspendido de su trabajo. ¡El pobrecito!
Ah. ¡Y ahora resulta que yo soy quien tiene que esperar a que Diosito le mande su castigo, por haber mal pensado de mi marido todo este tiempo! ¡Pero no importa! ¡Me lo merezco! ¡Que el castigo venga! Total que para mí ha de resultar algo nimio, si lo comparo con el hecho de que el covid me lo ha devuelto.
Durante todo este tiempo de confinamiento, he quedado totalmente convencida de que mi esposito no tiene a ninguna otra mujer. ¡Lo sé! ¡Estoy segura! ¡Hasta puedo jurarlo! Porque hasta ahora, ¡y sólo hasta ahora!, nunca lo he visto nervioso, ni nada parecido. ¡Tampoco le he pillado hablar por su celular a escondidas, ni chatear lejos de mi vista!; ¡nada de esto!
Ahhh. Respiro aliviada. Gracias al covid he descubierto que mi marido nunca me ha engañado. ¡Finalmente vuelvo a ser una mujer feliz!…
Y todas las noches, mientras él le hace el amor a su mujercita –antes muy mojigata- de manera muy salvaje (risitas); mientras esta mujer –o sea yo- se retuerce de placer por sus mordiditas, toqueteos, besuqueos y palabras obscenas, etcétera, etcétera; mientras él me hace alcanzar el cielo con toda su hombría, yo, con los brazos apretados por sus manos, volteo levemente la cara y; al instante de mirar en la pantalla idiota las nuevas cifras de muertes causadas por el buen covid –(¿Serán 150, O 1500? ¡No alcanzo a ver exactamente cuántos ceros son! ¡La cama chilla y se sacude tanto…!)- suspiro y respiro, ¡rebosante de femineidad!
Al final, mientras él, mi maridito, va llenándome de amor, y mientras escucho sus quejidos -¿le dolerá algo?-, yo, hartísima de felicidad, solamente atino a pensar y a exclamar en mis adentros: “¡GRACIAS COVID! ¡GRACIAS POR HABÉRMELO DEVUELTO!”
FIN.
Anthony Smart
Mayo/18/2020