CUENTO
Vulgario era un carnicero que todas las mañanas iba al mercado a vender su cochino. Apenas terminaba de colgar en los ganchos de metal los pedazos del animal sacrificado, sonreía y, sentándose en su banquito de madera, se ponía a esperar a que las gentes comenzasen a llegar.
Todos sus demás compañeros sentían un poco de envidia hacia él. Y es que, decían que Vulgario tenía muchas amantes, y que ninguna era vieja. ¡Todas eran jóvenes! Incluso hay quien aseguraba que una era menor de edad.
“¡Lo sé, porque me ha mostrado su foto!”, decía aquel hombre. En efecto, Vulgario tenía muchas fotos de mujeres en su celular. Y todas las mañanas, como un reloj cronometrado, su teléfono sonaba, exactamente, cada tres cuartos de hora.
“Ring, ring”, empezaba a sonar el celular a todo su volumen. Sonriendo para sí mismo, Vulgario enseguida alzaba la mirada y, dirigiéndola hacia sus compañeros, veía como éstos lo miraban hablar, con una mezcla de admiración e incredulidad.
“¡Qué suertudote!”, parecían decir con sus expresiones. Algunos hasta se quedaban con la boca semiabierta, como tarados. A todos les habría gustado ser como Vulgario: ¡tener un montón de amantes! ¡Pero no podían! Porque entonces ya eran hombres casados y con familia; Vulgario, en cambio, no. Él, a pesar de ya tener cuarenta y cinco años, seguía siendo solterito.
Ah, ingenuos de todos ellos, que no alcanzaban a imaginar la verdadera verdad del carnicero lujurioso, el de las muchas queridas. Vulgario, ¡Vulgario! ¡Nadie lo habría sabido jamás!, de no ser porque un día, mientras él cortaba carne en cuadritos, un joven de unos veinticinco años entró al mercado y enseguida se acercó hasta su mesa.
Con el rostro alterado y la voz muy fuerte, se puso a gritar: “¡Vulgario, qué gacho eres! Anoche, después que te cogí, ¡te largaste sin pagarme! Te aprovechaste, porque me quedé dormido…”
Escuchado ya las reclamaciones, el rostro de Vulgario se puso rojo como un tomate. Sus labios le temblaban, aunque solamente él podía sentirlo. En su interior comenzó a sentir que el techo del mercado se le vendría abajo. Rogando porque sucediese algo que pudiese desviar la atención de sus demás compañeros, permaneció inmóvil, ¡como una estatua!, detrás de su mesa. Los demás carniceros, que siempre habían sentido envidia de Vulgario, ahora sentían pena por él.
¡Pobrecito carnicero! Todo este tiempo había tenido que pagarles a varias muchachas. Dándoles órdenes explícitas para que le marcasen a su celular a cada cierta hora, se había creado así ante sus compañeros una fama de amante, no latino, sino que sangriento, por eso de que todos los días le sacaba la sangre a los pobres cochinos. “El carnicero y sus muchas queridas”.
Y ahora, que todos sabían la verdad, el secreto en el mercado había dejado de existir ya. Éste se había desangrado, igualito que aquel cochino, que todas las tardes sacrificaba en su mesa de cemento el gran amante y machote carnicero.
FIN.
Anthony Smart
Mayo/23/2020