Rosario Robles Berlanga inaugura hoy el desfile de funcionarios a los que las Cámaras del Congreso de la Unión citan para dilucidar denuncias, minimizar escándalos o intentar salvar de la picota pública a quienes, desde el Ejecutivo Federal, son reos de sospecha. La primera del sexenio. ¡Menudo honor!
Pero esta comparecencia, para no variar, sólo pondrá en evidencia a la clase política, al dejar patente la enorme distancia que la separa de la sociedad a la que dice representar.
El caso de Robles Berlanga es prototípico. Como muchos otros personajes de esta nuestra clase política –sin clase–, ella se encerró en un mundo propio en el que sólo se reúne con políticos y en ese medio prevalece una fuerte endogamia sin apenas comunicación con el exterior, lo que tal vez explique el que sus integrantes muestren un nivel intelectual y moral muy inferior a la media.
En 1992, los sociólogos Erwin y Ute Scheuch publicaron un libro, que produjo entonces un cierto revuelo, sobre los motivos por los que en los partidos ascienden los menos capaces, que, al carecer de alternativas en la vida civil, suelen destacar por su fidelidad y constancia; o los más inmorales, que, formando a menudo clanes cerrados, saben recurrir a todas las artimañas para permanecer y hasta para promocionarse.
Y es por ello que en las encuestas los políticos son el grupo con más baja credibilidad, hasta el punto de que el ciudadano considera que mentir es parte integrante de la naturaleza del político.
Tan proclive es el político a mentir que termina creyendo sus propias mentiras. Hasta tal punto se tiene asumido que el político miente (aunque a menudo más bien se autoengaña) que en las democracias más curtidas se expulsa inmediatamente de la vida pública al que se le descubra en una mentira. Por eso, en pro de la credibilidad del sistema, lo menos que habría que pedir es que no se note cuando miente.
Y a Robles Berlanga se le nota.
Y mucho.
RESPONSABILIDADES
Entrevistada en la radio por la conductora Carmen Aristegui, Robles negó ser responsable de la actuación de los empleados “de más bajo rango” en la dependencia del Ejecutivo Federal, Desarrollo Social, que tiene encomendada.
Amén de elitista, la respuesta es mentirosa. Y Robles no sólo mintió a su entrevistadora y a los radioescuchas: se mintió a sí misma.
Por supuesto que la ex perredista es responsable de todo, absolutamente todo, de cuanto ocurra en la dependencia burocrática que tiene encomendada.
¿Es eso lo que hoy va a repetir la secretaria del despacho presidencial en su comparecencia ante los legisladores?
Que ella no es responsable de lo que sucede con sus colaboradores, aún cuando sean “de baja estofa”, ni mucho menos con los programas que la Sedesol tiene encomendados.
Si ella no es responsable, ¿entonces quién?
Señala el Artículo 4 del Reglamento Interior de la Secretaría de Desarrollo Social que “corresponde originalmente al Secretario la representación de la Secretaría y el trámite y resolución de los asuntos de su competencia. Para la mejor distribución y desarrollo del trabajo, podrá conferir sus atribuciones delegables a servidores públicos subalternos, sin perjuicio de su ejercicio directo, conforme a lo previsto en este Reglamento y demás disposiciones aplicables, mediante la expedición de acuerdos que deberán publicarse en el Diario Oficial de la Federación.”
Esto es, que la señora Robles puede delegar trabajo, pero ello no le exime de la responsabilidad del mismo. De su ejecución. De sus resultados. De sus desviaciones, incluso.
No responsabilizarse es un acto corrupto. Y esto no es sino una de las manifestaciones de la degradación de los valores morales en una sociedad democrática de derecho. En este sentido, una de las causas principales de esta crisis de valores está en la extensión del relativismo moral y de la concepción utilitaria del poder, que parece haber abocado a muchos representantes y administradores públicos a pasar por alto el sentido del deber.
¿Es Rosario Robles responsable? ¿Qué va a decir hoy a los legisladores en su comparecencia?
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