CUENTO
Vivo en algún lugar de Yucatán. Tengo diez años y; tres veces por semana, cuando ya es de noche, mi padre acude a mi cuarto para preguntarme: “¿Ya estás listo? ¡Llegará en cualquier instante!” Nunca he podido entender el por qué lo permito. Supongo que ha de ser porque no soportaría ver que lo vuelvan a encerrar en la cárcel. Una vez, cuando lo descubrieron robando una bolsa de galletas –que después me confesó eran para mí- sentí mucha lastima por él.
Desde que mi madre murió, me vi en la necesidad de madurar muy rápido. Entonces aprendí a lavar la ropa, y a cocinar alguna que otra comida. Mi padre, que se la pasa la mayor parte del tiempo en la calle, no le importa que yo no vaya a la escuela. Sumido en el alcohol, su situación me hace sentir un dolor aparte.
Debería de odiarlo, lo sé; ¡pero no puedo! Y no es que lo ame demasiado, pero; el corazón se me parte en dos, cada vez que lo veo llorar con el retrato de mi madre en sus manos. “Pobrecito”, pienso por él, mientras observo cómo sus lágrimas van cayendo sobre el cristal que cubre a la foto.
“¿Por qué?”, escucho decir a mi padre. “¡Por qué nos dejaste solos!” Apurando su botella, el líquido se le escapa por la orilla de su boca. “¡Pobre!”, pienso otra vez. Su espíritu es muy frágil; el mío no. Yo podría quedar en medio de un huracán, o un tornado, y aun así mi espíritu seguiría conmigo. El espíritu de mi padre, ¡no! La sola muerte de mi madre se llevó el suyo, la mayor parte, hace ya varios años.
Debido a esta debilidad en su persona, no me importó mucho que él accediese de buena gana al ofrecimiento que un día el cura de nuestro pueblo le hizo. Porque después de todo, ¡ninguna de las gentes a las que habíamos ido a ver quiso prestarle algún dinero! Entonces fue cuando él me dijo: “¡Vayamos a la iglesia!” Sin soltarme la mano, caminamos hasta aquel lugar. Yo tenía en ese entonces nueve años.
Media hora después, escuché a mi padre repetir la misma petición: “¿Podría usted prestarme algo de dinero?” Mirándome fijamente un momento, el sacerdote le preguntó: “¿Es su hijo?” Mi padre asintió. “Verá”, continúo después. “No tengo dinero” –Hizo una pausa y entonces volvió a mirarme-. “Pero… podríamos llegar a un acuerdo”. “Antes de exponerle de qué se trata, ¿podría pedirle a su hijo que nos deje a solas un momento?” Mi padre, al instante volteó a verme para pedirme que me fuese a sentar por ahí… Yo le obedecí.
Estando ahora apartado unos cinco metros, vi a mi padre mover su cabeza, de arriba hacia abajo, mientras escuchaba al sacerdote. Éste era de estatura mediana, y, a pesar de que su rostro se veía viejo, su pelo no tenía ninguna cana. Los dos pasaron un rato hablando, hasta que mi padre, luego de inclinarse hacia él, le estrechó la mano…
Ha pasado un año desde aquel día. Y ahora, tres veces por semana tengo que vestirme de niño dios. Mi atuendo consiste en una sola cosa: un pañal como los que usan los bebés. Así es como le gusta al sacerdote verme, cuando viene a visitarme. Él mismo es quien –cada mes- trae los pañales por paquetes.
Cuando llega, le gusta encontrar que el pañal ya esté muy mojado. ¡Siempre tengo que tomar mucha agua para lograr lo que él quiere! Desde el momento en que escucho su voz, voy y me tiro en mi pequeño catre. Y aquí me quedo, ¡quieto!, como un niño dios de yeso. Con mis manos levemente levantadas, y alguno de mis dedos abiertos, permanezco en “mi pesebre”.
“¡Qué bello eres!”, es lo primero que el sacerdote dice. Pasa un rato y él me quita el pañal, el cual enseguida se lleva a su nariz para olerlo. “¡Qué bello eres!”, vuelve a repetir, añadiendo al final: “¡Mi niño!” “¡Date prisa!”, le pido. ¡Termina ya!”, le ruego a mi visitante, cuando noto que se demora más de lo normal. “A las diez empieza mi programa favorito, ¡y no quiero perderme el principio!”
El tiempo sigue pasando y… ¡Por fin el sacerdote llega a lo que viene siendo el capítulo final de su fantasía enfermiza! Al momento de sentir sus labios posarse sobre mi pene, ¡siento asco y cosquillas al mismo tiempo! Primero lo besa suavemente. Pasan unos segundos, y él cambia de ritmo. Entonces lo escucho extasiarse, mientras va diciendo: “¡Mi niño! ¡Mi niño! ¡Qué bello eres!”
Diez minutos son los que el sacerdote dura chupándome mi pollito frenéticamente. Al final, con los ojos cerrados, ¡rápidamente aparta su cabeza! Y, como si estuviese siendo poseído por un demonio, su cuerpo empieza a convulsionarse, fuertemente.
“Ah, ¡ah!”, emite varias veces. Después, terminado sus espasmos, vuelve a abrir los ojos, lentamente. Su cuerpo, que ahora parece haberse encogido, lo deja reposar contra la silla. Pasa unos segundos así, hasta que -sin decirme nada-, se levanta. En una de sus manos lleva el mismo pañuelo de siempre, que luego le veo guardar en el pantalón, en la bolsa de enfrente.
Cada vez que le he preguntado a mi padre, ¡qué es lo que el sacerdote seca con su pequeña tela!, él nunca ha querido decírmelo. “Ya lo sabrás cuando llegue el momento”, balbucea, mientras su cuerpo se tambalea. Luego abre la puerta de nuestra humilde casa y, con pasos trabajosos, lo veo irse. No necesito preguntarle a dónde va. Porque entonces ya lo sé.
Mi padre y su débil espíritu se van a seguirse emborrachando, para que así puedan conseguir olvidarse un rato de ella: la mujer que fue su esposa y mi madre.
FIN.
Anthony Smart
Junio/08/2020