* “Yo ordené la liberación de Ovidio”, aseveración que inicia una nueva era de la tolerancia y complicidades con los barones de la droga. Un paso más allá de la guerra iniciada por Felipe Calderón Hinojosa
Gregorio Ortega Molina
Al percatarse de que los instrumentos priistas para conservar el poder ya no están, don AMLO optó por el sendero más peligroso para el futuro de México y para su imagen histórica: atizar la división verbal y violenta entre 120 millones de ciudadanos en dos grupos: los buenos y los malos. El equilibrio no es administrable, se sostiene debido a las inercias e inclusión -en este juego- de los miembros de un club selecto que dejó de ser convidado de piedra: los barones de la droga.
Lo puntualizó el 19 de junio último: “yo ordené la liberación de Ovidio”. Si Felipe Calderón Hinojosa abrió la puerta a la violencia al asumir la responsabilidad de una guerra que no correspondía y no corresponde a México, sino al país que alberga al mayor número de consumidores en el mundo, ahora la presión de Estados Unidos y la debilidad de nuestro gobierno, hace de los mexicanos el equivalente de los soldados de terracota del emperador chino, con la diferencia de que los de carne y hueso tienen menos durabilidad y mueren a balazos.
Lo asumido por don AMLO no admite interpretaciones. El perdón está abierto, porque sabe bien el presidente de los mexicanos que, a la hora de la confrontación social que él buscó con denuedo, los sicarios de los distintos grupos armados de los narcotraficantes cuentan, y mucho, porque pueden convertirse en el fiel de la balanza en una guerra fratricida.
En ese contexto ya se mueven socialmente los jefes de los cárteles, pues lo mismo reparten despensas que promueven sus propios programas sociales y crean empleos a través de las empresas donde lavan su dinero. Buscan, con tino e inteligencia, aprobación y empatía. Quienes se suman a ellos saben que en ese servicio se puede morir, pero nunca de hambre ni de humillación.
En este punto todo depende del carácter y la templanza de quien manda o dice mandar. El muestrario que hemos padecidos los mexicanos desde 1950 a la fecha es claro. Transita por el rompimiento de las huelgas magisteriales, el encarcelamiento de los líderes ferrocarrileros, de David Alfaro Siqueiros; ejecuciones como la de Rubén Jaramillo, la represión a los médicos, la ira mostrada en Santiago Tlatelolco, la cruenta estrategia de la guerra sucia, cuyo ejemplo más trágico fue la presentación de David Jiménez Sarmiento, emasculado por la tortura que, a los ojos y decisiones de Arturo Durazo Moreno, mereció por haber atentado contra Margarita López Portillo.
También en los temas menores se muestra el talante de los que mandan. A Jesús Martínez Palillo y Manuel Loco Valdés se les multaba y sancionaba sin tanto aspaviento. Hoy a José Manuel Torres Morales se le lincha socialmente porque, como dijo Federico Arreola, México ya cambió. Usted, lector, ¿qué opina? ¿Para bien?
La confrontación abierta en contra del narco se convierte en un juego de espejos. Las complicidades entre esos grupos y algunos o muchos empleados de los tres niveles de gobierno son silenciosas y oscuras, pero modifican la función de quienes combaten el tráfico de drogas a Estados Unidos: los convierten en escudos de arcilla, para que mueran por las balas, mientras los suyos fallecen por el consumo de sustancias ilegales.
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