Francisco Gómez Maza
• El derrumbe del poder de compra
• No obstante, aún hay esperanza
Ya antes de que se presentara en las ciudades, pueblos, comunidades, colonias ejidales y rancherías el nuevo coronavirus, feroz sicario con permiso para matar, el dinero no le alcanzaba a alrededor de 70 millones de los 130 millones de personas que habitan en el inmenso territorio de esta nación, bautizada por Joseph H. L. Schlarman como México, tierra de volcanes.
Y coincido con mi tocayo porque las erupciones de los volcanes sociosicopáticos no paran un día sí y el siguiente también, mientras la población de clase media hacia abajo no ve las suyas, como dicen en mi terruño.
El dinero, el poco dinero de que disponen millones (México, millonario en pobres), si es que no están desempleados, no les alcanza para alimentarse, para cuidar la salud, o para transportarse. Ya ni pensar en renovar el mobiliario gastado, el vestido rasgado, y otras seudosatisfactores de la vida diaria. Ni pensar en unas vacaciones todo pagado.
Esta mañana, precisamente, me contó un vecino que aprovechó un par de horas de la mañana (el supermercado abre sus puertas a las 7 horas) y fue a surtir su despensa.
Mi vecino es de clase media proletaria, empleado de gobierno (tampoco es un Gutierritos), con categoría de jefe de departamento; percibe un sueldo modesto, que le fue recortado por la austeridad republicana, pero que siempre le había alcanzado para lo más necesario; su familia está integrada de cuatro miembros y gastaba un promedio de mil 500 pesos para satisfacer las necesidades de alimentación, lavado de ropa, aseo personal, entre otros para una quincena.
Pues fíjese, vecino, me dijo a boca de jarro, colocándose el cubreboca para que no me rociara de saliva invisible. Resulta que esta mañana, por la misma cantidad de mercancías que me surto cada dos semanas, me cobraron dos mil 500 pesos. O sea que me aumentaron mil pesos. No me alcanzó lo que llevaba en efectivo. Me vi obligado a dar un tarjetazo. Ahora, me encarecieron los alimentos y productos domésticos y, de ribete, tendré que pagarle al banco el préstamo y los intereses. Y la empresa donde laboro no me ha aumentado ni me aumentará mis ingresos.
Me habla alguien que no es rico, pero tampoco es pobre pobre. Es un profesional que nunca había tenido una bronca económica. No disfruta de los lujos de la clase media acomodada, pero tiene una computadora personal, un televisor de pantalla plana, refrigerador (nevera), cocina integral, lavadora de ropa, un auto pequeño en donde cabe la familia. Clase media, pues, como la que desapareció desde la gran crisis del 81 y terminó de desaparecer con la del 85. En estos tiempos de pandemia, la sociedad mexicana se divide en clase alta y sarrapastrosos. Y a la gran mayoría la despojaron de la mediana capacidad de compra de que gozaba antes del pasado febrero, cuando el SARS-Cov-2 invadió estos lares y bares.
Ustedes, ex clasemedieros de cepa, no se han dado cuenta de que este país ya cambió – de tajo cambió-, pero no porque haya habido una revolución, y menos bolivariana, sino al revés. Los invasores virales lo destruyeron. Acabaron con la esperanza de una vida mejor quién sabe de cuántos millones de mexicanos. No sólo de los que quedaron desempleados, sino de muchos más, muchos de la otrora clase media, inclusive aquella burguesa de Luis Buñuel, que estando en París soñaba en la Ciudad de México y estando en Ciudad de México soñaba con bailar un vals en el chateau de Versailles.
Y de ribete, se agudiza la concentración de la riqueza en muy pocas manos, cuando lo que este país necesita es equilibrar lo individual con lo colectivo para lograr un desarrollo verdaderamente capitalista, en donde exista un equilibrio entre el capital y la fuerza de trabajo.
Los gobiernos planean, proyectan, instrumentos para la recuperación económica; para la recuperación del poder adquisitivo de las inmensas mayorías. Sin embargo, el horizonte está cargado de negros nubarrones. Y ese modo de ver las cosas no es pesimismo, sino realismo puro.
Pero a pesar de la pesadumbre que ocasiona lo incierto, amigo, amiga, no permita que este panorama de dolor y ahogamiento emocional y físico, aparentemente absurdo, lo arredre. Aún no estamos en el infierno, donde muere la esperanza.
(Foto: Andrea Murcia/Cuartoscuro)