* ¿Dónde está ese mexicano, o ese grupo de mexicanos, con o sin partido, capaces de retomar el camino para llevarnos a la verdadera transición? Ricardo Anaya no tiene la estatura, estaríamos locos de creer en su palabra
Gregorio Ortega Molina
¿No vimos, escuchamos y nos decepcionamos lo suficiente de Ricardo Anaya durante la última contienda presidencial? ¿Es necesario que regrese a la tandariola porque no hay otros? ¿Será capaz de sumar votos para su persona y sus ideas?
El fenómeno AMLO no se repetirá. El ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas insistió en llegar a la silla del águila, pero nomás no pudo en ninguno de los intentos; se comportó con el suficiente egoísmo para no cederle su lugar a Porfirio Muñoz Ledo en la última apuesta, siendo que juntos crearon la Corriente Democrática y dieron vida al Frente Democrático Nacional, primero, y después al PRD.
¿Qué trae en el caletre el panista Anaya, como para que volteemos a verlo y lo consideremos como líder de una oposición ordenada, coherente y con la única propuesta que puede redimir al país y alentar la vida y el optimismo de los mexicanos? ¿Es capaz de liderar y articular un proyecto nacional, que conduzca a la Reforma del Estado y al cambio de modelo político? ¿Entiende que el presidencialismo ya vivió más allá de su fecha de caducidad y está podrido, imposible de recuperar ni con el nuevo etiquetado?
En algún momento de inquietud y lucidez durante la búsqueda de la candidatura del PRI en 2010 o 2011, Manlio Fabio Beltrones propuso el parlamentarismo como solución. Ya antes y en conversaciones con el constitucionalista Diego Valadés, supe que la vía lógica para renovar la vida de las instituciones políticas mexicanas es el presidencialismo parlamentario, para reordenar la administración pública, y que los presidentes de México aprendan a vivir con lo que hay, porque los activos del Estado los consumieron en su megalomanía y entreguismo, y porque carecen de autoridad moral para convertirse en la columna de luz que, en su momento, guió a Israel a la tierra prometida.
¿Entiende, Ricardo Anaya, que necesitamos hombres de luz, de reciedumbre moral, con la humildad y mansedumbres requeridas para enmendar el camino y reconstruir a México, a punto de hundirse en la balcanización propiciada por los narcos y su poder regional, pero también anhelada por esos poderes transnacionales que amarraron compromisos con AMLO para conducirlo al poder?
Se acabó el tiempo de gracia. Hace mucho dejamos atrás esa disyuntiva de autoritarismo o democracia; perdimos en el camino la posibilidad de administrar la abundancia, porque se llevaron todo (por cierto, quién es capaz de pedir cuentas a José Andrés de Oteyza); la renovación moral fue una añagaza, tanto como el ingreso al Primer Mundo. Nos quedamos contentos con la alternancia, porque fuimos incapaces de insistir en la transición, que ahora está convertida en regresión, por ese sueño, esa nostalgia de un presidencialismo imperial que carece de recursos económicos e instituciones para sustentarlo.
¿Dónde está ese mexicano, o ese grupo de mexicanos, con o sin partido, capaces de retomar el camino para llevarnos a la verdadera transición? Ricardo Anaya no tiene la estatura, estaríamos locos de creer en su palabra.
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Beatriz Gutiérrez Müller ha dado en el blanco y trae muinos a los fifís y los intelectuales. Todo porque anda del tingo al tango en Europa, donde como chapulín salta de uno a otro país en un viaje que parece personal, porque va en calidad de presidenta del Consejo Asesor Honorario de la Coordinación Nacional de Memoria Histórica y Cultural de México, lo que equivale a decir en representación del presidente de la República, de ninguna manera va en nombre de todos los mexicanos.
Ha sido un viaje discreto y casi secreto. Desconocemos números de vuelo y líneas áreas en las cuales se ha transportado, aeropuertos de llegada y salida y horarios. ¿Quién, de las representaciones de México en esos países, tuvo la atención de recibirla? Tampoco sabemos si viaja a cuenta de su propio peculio o del de su esposo, o es el pueblo bueno y sabio el que sufraga los gastos. Y que tal que se ha servido de una aeronave oficial.
Mejor ni preguntar, que Dios nos ampare de andar de curiosos.
Recuento del Tratado Internacional de Aguas (Gustavo Díaz Ordaz 1970) El día 8 de septiembre de 1969, me reuní con el excelentísimo señor presidente de los Estados Unidos de América con motivo de la ceremonia inaugural de la presa de “La Amistad”, construida sobre el Río Bravo por los dos países.
Los días 20 y 21 del pasado agosto el propio señor presidente de los Estados Unidos nos honró con una visita oficial de jefe de Estado, que tuvo por escenario la ciudad de Puerto Vallarta.
Discutimos diversos asuntos de interés común y llegamos a varias resoluciones, entre las que podemos destacar las siguientes:
Acuerdo para mantener como frontera natural entre los dos países, los ríos Bravo y Colorado, y restituir al primero ese carácter ahí donde lo había perdido por movimientos ocurridos en el pasado.
Como consecuencia, se atribuye a México la soberanía sobre 520 hectáreas, en 182 islas y a los Estados Unidos de América 200 hectáreas en 137 islas, de las que, a través de los años, se habían venido formando en el propio Río Bravo.
La carencia de datos sobre su formación y antigüedad, hacía sumamente difícil, para una y otra partes, presentar evidencias que justificaran su derecho a reclamarlas.
El Corte de El Horcón y la isla de Morteritos pasarán a la soberanía de México, y se compensará a Estados Unidos con una superficie exactamente igual, al hacerse la rectificación del cauce.
En El Horcón hay un pueblo mexicano y habría sido absurdo desalojarlo.
Desde al año 1907 data la reclamación que México formuló sobre el llamado Corte de Ojinaga; originalmente la extensión disputada era de 875 hectáreas, pero, al presentarse pruebas convincentes de que una parte se había segregado desde el año 1895, y que, por su extensión, y de conformidad con lo estipulado en el Tratado vigente, constituía un “banco eliminable”, quedó reducida la cuestión a 650 hectáreas, que fue lo que nosotros demandamos.
En Puerto Vallarta se resolvió reconocernos el derecho sobre la totalidad de esta superficie.
Se convino en que nunca más un cambio convulsivo significará pérdida de territorio, sino que cada país puede, a sus expensas, ejecutar las obras necesarias para restaurar el antiguo cauce del río siempre que éste, en sus movimientos, hubiese segregado alguna porción de territorio, en la inteligencia de que si por cualquier razón, en el término de tres años, no se ejecutan las obras de reencauce, tampoco perderá derechos territoriales, los que seguirán vivos para ser tomados en cuenta en ulteriores rectificaciones que impongan los movimientos de los Ríos Bravo o Colorado.
Todas las porciones territoriales que cambien de soberanía por virtud de los acuerdos de Puerto Vallarta pasarán libres de propiedad privada.
De conformidad con lo dispuesto en el artículo 27 de nuestra Constitución, era indispensable la fijación de este requisito, dada la prohibición a los extranjeros de poseer tierras en la faja fronteriza.
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@OrtegaGregorio