EL SONIDO Y LA FURIA
MARTÍN CASILLAS DE ALBA
Ilustración de Francisco Rodríguez C.
Ciudad de México, sábado 24 de octubre, 2020. – Después de haber leído el cuento En casa de Anton Chéjov en donde el viudo Evgeni Petrovich tiene un hijo de siete años llamado Seriozha a quien la institutriz lo sorprendió fumando y, por eso, le insiste al padre que debe corregirlo y educarlo porque, “como usted sabe, las malas costumbres hay que arrancarlas de raíz.”
Evgeni era un fiscal acostumbrado a aplicar la ley con rigor y a castigar a quien se lo merece. Ahora, en casa, después que la institutriz acusa a su hijo de haberlo visto fumar, se sienta en su sillón y piensa sobre el asunto: se acuerda cómo castigaban a los niños de su generación cuando fumaban, cuando los azotaban sin piedad, los expulsaban de la escuela y les echaban a perder la vida y, todo, porque un día, por curiosidad o por maldad, querían hacerse los grandes y habían fumado un cigarro siendo que, “la verdad de las cosas, ni los padres ni los maestros sabían cuál era el perjuicio o la infamia de fumar.”
“Es probable –dice el fiscal– que la ley de la convivencia social sea ésta: cuanto más incomprensible es el mal, tanto más cruel y sumaria es la manera de combatirlo en donde el castigo acarrea con frecuencia un mal mucho mayor que el delito mismo.”
El viejo Evgeni no sabe qué hacer con su hijo, un niño delgado, frágil, de tez blanca, lánguido de cuerpo “como planta de invernadero”, simpático que, cuando llega su padre le da tanto gusto que le canta y el viejo no puede menos que sonreír y abrazarlo. No sabe cómo educarlo, aunque entiende que no está bien que fume y que tome cosas que no son suyas, como el tabaco de su padre, pero el chiquillo le da mil y una vueltas.
Sabe que debe castigarlo, pero ¿cómo? Antes lo arreglaban muy fácil: le daban unos cinturonazos en las petacas y así algunos dejaban de fumar y otros escondían el tabaco en sus botas para irse a fumar a la covacha.
Qué falta hacía su esposa, pues, “las madres son indispensables para la buena crianza, porque sienten, lloran y ríen con los chicos”, en cambio, él no sabía qué decirle, mucho menos, castigarlo. Por lo pronto, le pide que le de su ‘palabra de honor’ que no vuelve a fumar… pero no tarda en darse cuenta que el chiquillo no sabe lo que quiere decir ‘palabra de honor’.
Cuando Seriozha se va a dormir, le pide a su padre que le cuente un cuento como los que le cuenta otras noches. Empieza diciéndole que había una vez un viejo rey con una barba larga y gris que vivía en un palacio de cristal que brillaba y centelleaba con el sol; vivía feliz con su hijo en un hermoso jardín con muchas fuentes… “como las que un día conocimos en casa de la tía Sonia, ¿te acuerdas?”
Seriozha, lo escuchaba sin parpadear, con los ojos fijos en los de su padre… ¿qué más le cuento? –pensaba Evgeni– y, de pronto, se le ocurrió cerrar la historia contándole que… “de fumar, el príncipe cayó enfermo y murió a los veinte años. El rey, viejo y enfermo, quedó desamparado… Llegó el enemigo y mataron al viejo, destruyeron el palacio y, ahora, en el jardín ya no hay cerezas, ni pájaros, ni campanillas.”
Sin más, Seriozha volteó a ver la ventana oscura, se estremeció y dijo con voz débil: “no voy a volver a fumar.” Y su padre se preguntó: “¿por qué la moral y la verdad deben tomarse, no en crudo, sino mezcladas con algo, doradas y azucaradas como las píldoras?”
Chéjov sabía que, con este cuento dentro del cuento nos iba a convencer de la utilidad de contarles cuentos a los niños, sin que importe que tenga un desarrollo terrible, como algunos de los cuentos de los hermanos Grimm, pues, resulta que los niños se montan en la fantasía como si fuese un caballo hecho de la puritita realidad.