Norma Meraz
Veinticinco años y 365 días más han transcurrido desde que Diana Laura cerró sus ojos luego de rezar un Ave María.
Diana Laura Riojas de Colosio fue un ser de luz. Como hija, como madre, como hermana, como esposa y como amiga supo desempeñar siempre el papel de un ser humano irrepetible.
Su característica principal era la humildad. Humildad que la hacía grande.
Amaba la vida, sonreía a toda la gente que conocía a su paso, la elegancia era su estilo y su repudio la superficialidad.
La vida de Diana Laura estuvo marcada por dolorosas pérdidas familiares.
A la edad de ocho años quedó huérfana de padre y tres décadas después, pierde al hombre que amó y le heredó dos hijos a los que escuchaba más con el corazón que con los oídos.
La fragilidad de su cuerpo contrastaba con la fortaleza extraordinaria de carácter y espíritu que poseía.
Su fe católica y su abandono al amor la mantenían en pie. En momentos tan difíciles como el asesinato del hombre de su vida decía: “aunque mi alma esté de rodillas, yo, vino la Santísima Virgen, estoy al pie de la Cruz”.
Diana Laura vestida con un traje color beige –el día 23 de marzo de 1994 en Tijuana B.C.–, en el hospital del Seguro Social, recibía la noticia de que la vida de Luis Donaldo había terminado.
El equipo médico que luchó para salvarlo –como hoy lo hacen por la pandemia– con lágrimas en los ojos informaron a Diana que podía pasar al quirófano a despedirse.
Al salir del quirófano, devastada por el dolor, lloraba y repetía “esto no era así, yo me iba a ir primero” y “¡qué le voy a decir a mi hijo!”
Para mí presenciar esos momentos junto a ella y sentir en el abrazo su cuerpo frágil me ha dejado a manera de tatuaje el gran sentimiento de pérdida y sufrimiento de una mujer enamorada de su esposo y adoradora de sus hijos, Luis Donaldo y Mariana.
Fue una madre entregada y cariñosa. Todos los días, antes de salir a trabajar, ella escribía una cartita a su hijo –a quien llamaba “mi socio”– para que cuando volviera del colegio se encontrara con un pequeño sobre que guardaba las palabras más dulces de una madre.
Diana Laura fue siempre una esposa enamorada de su marido, una mujer que lo acompañó en cada uno de sus desempeños en la política y la Administración Pública.
Como amiga era incondicional. Tuve el privilegio de caminar junto a ella por un largo rato.
En una ocasión hicimos un viaje juntas al sudeste asiático.
Cuando Luis Donaldo Colosio, su marido, me la entregó para iniciar el periplo, me recalcó: ”¡Cuídala mucho, te llevas lo que más amo en la vida!”
En ese momento sentí que me caía un bloque de hielo encima –era una enorme responsabilidad–, pues Diana Llevaba un tratamiento médico muy puntual, sobre todo en lo que se refería a su alimentación y fármacos con horarios fijos; y así, nos fuimos a visitar Seúl, Corea del Sur; Manila, Filipinas; Bangkok, Tailandia; Singapur y Hong Kong.
Como niña pequeña ella disfrutó mucho subirse a un elefante, así como conocer templos budistas, palacios, monumentos y jardines milenarios. Fue una gran experiencia compartir con ella ese recorrido cargado de imágenes, tradiciones, alimentos y costumbres tan distintas a las nuestras.
¡Como aquella sonrisa perenne suya se convirtió en una expresión gélida que proyectaba tristeza y dolor profundos cuando perdió al amor de su vida!
Cuando alguien le preguntaba cuál sería su venganza ante el arrebato cruel de su esposo contestaba: “mi venganza es la paz y el perdón”.
Se necesitaba ser grande para responder así.
Hoy sus hijos Luis Donaldo y Mariana, sus nietos, su nuera y su yerno rinden homenaje a ese ser irrepetible, a la Diana que conquistó corazones y dejó a muchos mexicanos con una plegaria en la boca, mirando al cielo en busca de esa estrella fulgurante que los ilumine en estos tiempos de pandemias y sufrimiento.
En honor a Diana Laura, ¡una mirada al firmamento!
¡Digamos la Verdad!