La insoslayable brevedad
Javier Roldán Dávila
El daño colateral del bicho es potenciar la disputa entre la razón y el instinto
Algunos delincuentes famosos, cuentan que después de ser prófugos permanentes, hay un hartazgo tal, que asumen desafíos aún a costa de poder ser ubicados por sus perseguidores: visitan a su familia o acuden a un lugar público, ávidos de ejercer una fugaz libertad. Uno de los que lo refirió, fue el capo Pablo Escobar Gaviria.
Eso parece ocurrir a la sociedad mexicana, en particular a la del Valle de México que, ante los interminables meses de confinamiento, ha decidido salir a la calle, por lo que la gente toma el riesgo (en ocasiones de manera inconsciente), de ser contagiada de coronavirus.
El doctor Alejandro Macías, un connotado experto en la materia, lo dijo de forma clara: los habitantes de la megalópolis se lo deben pensar dos veces para salir a la calle; los hospitales están saturados, o sea, la posibilidad de morir por falta de atención médica es muy elevada.
No obstante ello y a pesar de que se declaró Semáforo Rojo de nueva cuenta, las escenas de multitudes en plena movilidad no cesan, la ansiedad por salir supera, con mucho, al miedo.
Más allá de las fallas en la estrategia contra la pandemia, hay un marcado desacato social que cada día tiene más adeptos. Bajo la premisa de que de algo nos tenemos que morir, la mayoría se encomienda al santo preferido y deja que el azar se encargue de su destino.
El fenómeno no se puede trivializar acusando valemadrismo. Debemos empezar por comprender que las medidas, nos piden abandonar la esencia de la condición humana: socializar, abrazarnos, besarnos. Ni hablar, al flaquear corremos a la cita con el acosador.