EL SONIDO Y LA FURIA
MARTÍN CASILLAS DE ALBA
El enemigo era tangible y la vida continuaba, (Londres, 1940).
Ciudad de México, sábado 26 de diciembre, 2020.– “Cuando Churchill se negó a todo compromiso, el Führer lanzó una ofensiva aérea total con bombardeos de saturación como los que ya se habían practicado en Barcelona, Guernica, Varsovia y Róterdam. Ordenó ataques masivos diarios contra Londres para hundir a la isla en el caos y prepararse a invadirla en lo que se llamó la operación León Marino. El 23 de agosto de 1940 el bombardeo de Londres se prologó durante toda la noche. Hitler no contaba con la resolución del pueblo inglés que se unió en vez de ceder a los ataques”, explica en una nota José Emilio Pacheco cuando T. S. Eliot se refería “a la hora incierta” en su poema Little Gidding.
Los que hemos visto fotos o películas de esas ciudades después de esos bombardeos no podemos creer cómo pudieron reconstruirlas y menos imaginar lo que sería esa noche espantosa con el polvo que respiraban producido por el colapso de los edificios; ni la muerte de agua y fuego que menciona Eliot. El enemigo era visible como palomas con lenguas de fuego que regresaban a sus nidos.
Ahora enfrentamos una guerra con un enemigo invisible, intangible que viaja en los seres humanos como si fueran micro bombas que destruyen al otro, a los otros, a los que nos rodean, en carambola o al más vulnerable que el otro y, sin que nadie sepa cómo ni cuando, se filtra con un estornudo o ni eso, con una carcajada o al hablar en voz alta, entonces, cae la bomba y nos destruye.
El enemigo es invisible, intangible, no sabemos dónde o quién lo trae consigo: el asintomático. Por eso, hay quienes dudan que exista, sin saber que pude venir embarrado en la caja donde empacaron eso que compramos en línea y que penetra si después nos frotamos los ojos por una comezón.
La invisibilidad nos hace dudar de su existencia. Por eso, nos preguntamos: ¿cómo puede penetrar si estoy en medio de la naturaleza con mis amigos? No podemos imaginar que el bicharraco, infinitamente pequeño, se cuele sin que nos demos cuenta. Es un código genético –ADN o ARN– encapsulado en una vesícula de proteínas que se instala en la células vivas y trata de asfixiarnos silenciosamente. No oímos ninguna sirena avisando la llegada de los aviones con las bombas como esas que caían en Londres, ni avisan cuando ha terminado el bombardeo, nada… penetran sin avisar: se introduce y al multiplicarse nos puede matar.
Nos han advertido, una y otra vez, que nos lavemos las manos para acabar con el enemigo antes que ataque; que usemos tapabocas para evitar propagar el virus y evitar que entre por la boca, ojos o narices y se instale para reproducirse y acabe con nuestra vida; hay que guardar una sana distancia que a veces se nos olvida o nos negamos a guardarla porque extrañamos el calor humano o porque somos suicidas o por cansancio por los meses en guardia y, si la bajamos, ¡zas!, da en el blanco sin darnos cuenta.
Es y seguirá siendo una amenaza hasta que todos estemos vacunados… un día de estos, ya mero. Mientras, sigue “la hora incierta antes de la mañana, al terminar la noche interminable, al recurrente fin de lo sin fin, cuando la oscura paloma con su lengua de fuego ya había pasado bajo el horizonte de regreso a su nido…”
El enemigo no hace ruido, es invisible y viaja sigilosamente a donde vayamos listo para reproducirse, para acabar apagando los motores impidiendo que respiremos. Por ser invisible hay incrédulos, ignorantes que creen que con un “detente” –¡Dios mío!–, se mantiene alejado. Imperdonable error de cálculo.
Los virus no entienden de esas supersticiones: ojo, han muerto dos millones de personas en el mundo sin importar, como decía Eliot al día siguiente del bombardeo: “el hiriente escrutinio con el que desafiamos al primer transeúnte en la sombra que aclara, que pareció revelarme a algún maestro muerto a quien yo había tratado y olvidado”.