* Pronto nos traicionamos a nosotros mismos y, en un vano intento por reencontrarnos con la añoranza del virreinato, dejamos que se impusiera lo que Mario Vargas Llosa calificó de dictadura perfecta, pero, otra vez, nos quedamos en el umbral, no fue ni dictadura ni mucho menos perfecta
Gregorio Ortega Molina
Registrar de manera clara, sin lamentos, esa parte de la civilización y cultura que agonizan. Mantener los ojos abiertos durante el crepúsculo, negarse a cerrarlos a pesar de lo que atestiguamos, pero no queremos aceptar porque con la noche también se apaga lo que pensamos un futuro cierto.
Estuve a un tris de tomar el título del ensayo de Stefan Zweig –El mundo de ayer– para esta entrega, porque necesitamos mantener el alma fría y la razón despierta, con la intención de aproximarnos a la idea, el concepto del país que decidieron crear a nuestras espaldas. Resulta que es el equivalente de un rizo cibernético que nos regresa a los orígenes: los que mandan y los que obedecen, sin la posibilidad bíblica de un Éxodo, porque la Tierra Prometida está sobrepoblada, todavía no se ha resuelto la posibilidad de los viajes interplanetarios, primero, para después hacerlos intergalácticos. El algoritmo que todo lo resuelve únicamente es cibernético, y la solución que nos presenta para la mayoría se reduce a la esclavitud laboral. Los chinos iniciaron ese recorrido.
Concretémonos a México, a esta patria del ya merito, siempre a punto de ser y estar, para nunca llegar a tiempo. En términos de beisbol creo que no hemos pasado de la primera base. La supuesta Independencia se concretó para que cayeran sobre los mexicanos los gobiernos de caudillos e iluminados, la mutilación del territorio, las guerras internas, las invasiones, que si bien sirvieron para crear nuestra propio mitología histórica, sólo fueron útiles para incentivar ese desánimo que alimenta el ser del mexicano, que desde 1821 corre tras un proyecto de nación que se diluye en la interpretación que la literatura da a nuestra vida nacional.
Llegó la Revolución para terminar con el porfiriato, asegurar el cumplimiento de las Leyes de Reforma y darnos una Constitución capaz de llevarnos por el buen sendero de las leyes y la democracia, pero pronto nos traicionamos a nosotros mismos y, en un vano intento por reencontrarnos con la añoranza del virreinato, dejamos que se impusiera lo que Mario Vargas Llosa calificó de dictadura perfecta, pero, otra vez, nos quedamos en el umbral, no fue ni dictadura ni mucho menos perfecta, ¡vamos! Tampoco un despotismo ilustrado ni un autoritarismo criollo, sino un arreglo entre barones del dinero, el clero y los políticos voraces, que se sirvieron de esos pocos mexicanos honrados y honestos decididos a llevar a buen puerto el proyecto de nación, que los codiciosos socavan, con el propósito de continuar en el medro como tarea diaria, como alimento espiritual.
Zweig deja testimonio de lo ocurrido en el periodo entreguerras con el Imperio Austro-húngaro, sobre el que Sándor Márai se extiende en buena parte de su obra literaria, y José María Pérez Gay ilustra en El imperio perdido. Aquí Mariano Azuela, Elena Garro, José Vasconcelos, Jorge Ibargüengoitia, Martín Luis Guzmán lo anuncian, pero no lo denuncian con el énfasis que requiere poner un alto a tanto engaño.
Somos el país del ya merito.
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