El sonido y la furia
Martín Casillas de Alba
Jaime Muñoz de Baena y su madre, Sofía Blasco (1938 ?).
Ciudad de México, sábado 27 de febrero, 2021. – Nací en 1941, dos años después que había atracado en el Puerto de Veracruz el barco Mexique con poco mas de dos mil refugiados españoles que se habían embarcado en el puerto fluvial de Pauillac en Burdeos, “resignados a empezar de cero en una tierra lejana, dispuestos a emprender una aventura que, siendo la menos deseada, nos salvó la vida”, así encontramos que escribió Sofía Blasco durante el viaje que hizo con su hijo, Jaime Muñoz de Baena de 19 años.
Un cuarto de siglo después, Jaime sería mi Mentor desde el primer día que llegué de Alemania a principios de marzo del 64, cuando me instalé en el mismo edificio donde vivía él con Amparo, su mujer, y sus dos hijos, Guillermo y Javier. Era el edificio que está en Plaza Río de Janeiro 30, donde nació Martín, mi hijo, ese mismo año y Claudia al año siguiente.
Javier me mandó el libro de Fernando Olmeda Mexique. La última crónica de Sofía Blasco (Fundación Pablo Iglesias, 2020), donde nos enteramos cómo fue que una historiadora se encontró unos papeles en una maleta en Burdeos –como Cervantes encontró los de El Quijote escritos por Cide Hamete Benengeli y yo, los de JB, en el Hotel Nido de Chapala, con las entrevistas que le hizo a mi abuela, para editarlas y publicarlas como Confesiones de Maclovia (El Equilibrista, 1995). Esos papeles de Burdeos eran las crónicas de ese viaje que leí de un jalón hasta clavarme en la nostalgia por el cariño que le tuve a Jaime y su familia desde que los conocí.
Él fue un apoyo moral y una ventana a la cultura como no me hubiera imaginado. Con las crónicas de Sofía Blasco entiendo lo que nos decía, entre miles de anécdotas con las que recordamos a este personaje entrañable: “en 1953, cuando enviudé de madre…” y nos reíamos por su ingenio, sentido del humor y conocimientos, con una cultura parecida a la de su abuelo Eusebio Blasco, de quien heredó la calvicie, el gusto por los libros y lo platicador que era, cuando no lo podíamos interrumpir, ni cuando le daba un trago a su copa, para seguir defendiendo sus argumentos a capa y espada.
Después que murió su padre, Sofía Blasco confiesa que, “para lidiar con aquel dolor que oprimía mi corazón, me entregué por entero a mi hijo, que aún no había cumplido los nueve años. Seguí escribiendo teatro y publicando La revista azul, aunque nada volvió a ser igual.”
No recuerdo que Jaime nos hablara de lo que puedo haber sentido cuando dejó todas sus cosas en Madrid para venirse a este México desconocido y, de esa manera, sobrevivir: si me pongo en su lugar, me da un sofoco de angustia.
“Escribo como terapia, para estar en paz con el mundo exterior y conmigo misma. Escribo para conservar mi identidad, para seguir siendo quien soy, Sofía Blasco Paniagua, española, republicana, antifascista y católica. Escribo para dejar este testimonio de vida a mi hijo…”
Con esta lectura recordé lo cerca que estuve de algunos refugiados como los que conocí en la casa de Jaime: Charo Maroto, que tanto quise, quien llegó en el Orinoco en el 37 a los cinco años de edad; el poeta y cineasta Jomí García Ascot quien dirigió El balcón vacío (1961) y El viaje (1977) a quien le publique Con la música por dentro y una Antología Personal con este verso que viene a cuento:
Quiero ir al cine con mi mujer,
dejarme en vago bulto por lo oscuro
y vivir juntos
el lugar hechizado de otras sombras…
Su mujer era María Luisa Elío y, a esa pareja, Gabriel García Márquez les dedicó sus Cien años de soledad en 1967.
Fueron queridos amigos de toda su vida, desde que los conocí en la casa de Jaime donde nos reuníamos cada otro día o cada otro domingo en la de Charo para también salvar la vida.