* Dada la violencia social y familiar, debido a los feminicidios, la pobreza alimentaria, la segregación racial, la posibilidad de traer al mundo hijos enfermos o narcodependientes, penalizar el aborto es un crimen
Gregorio Ortega Molina
Imposible desmentir el hecho de que la relación de los humanos con la divinidad es individual; que la mayoría de las ceremonias sea colectiva no impide la entrega espiritual del yo a ese Dios en el que se cree. Para reafirmarlo, la confesión es un sacramento secreto, íntimo, único, del que se espera contrición.
Tengo la firme convicción de que la relación entre el cigoto y la madre es secreta, personal. Inicia la gestación de la carne de su carne. Desconozco si en algún momento esa mujer -si es creyente absoluta- medita en el alma, el espíritu, la razón que animará la vida de su hija o hijo.
Quien pretenda conocer del momento exacto en que el “alma” ingresa en esa carne en formación, es un impostor. Ese enigma para los mortales sólo Dios lo sabe, como también el día, la hora y las circunstancias de la muerte. No faltará el pretencioso que afirme lo contrario, como el protagonista de esa leyenda de don Juan Manuel, quien al preguntar al transeúnte la hora, lo felicitaba porque en ese instante pasaba a conocer el momento preciso de su despedida.
Dejadas atrás las consideraciones religiosas, abordemos lo tangible, lo terrenal. La mujer-madre es dueña absoluta de su cuerpo y lo que en él guarda. Sólo ella experimenta ese amor indescifrable que arrastra a sacrificios absolutos, y también absurdos. En conversación íntima, la madre del asesino de las vías me confió que no era importante, para ella, lo que hubiera hecho su hijo. Son capaces de sacrificarse por el más deleznable de los seres humanos.
Son las madres-mujeres-esposas las que, llegado el momento, toman la decisión del aborto en absoluta soledad. Ingenuo es pensar que consultan al cónyuge, nada más le avisan de una decisión tomada.
También son ellas las que, en la secrecía del confesionario, se confrontan con su divinidad. Hace años que el tutelaje del marido, en ésta y muchas otras materias, desapareció. Al menos en Occidente y en las sociedades urbanas, no en el campo ni entre los pueblos originarios.
Llama la atención lo retrógrado del colegiado de obispos de Estados Unidos, que amenazan con suspender la comunión a Joe Biden, si una decisión de jefe de Estado, que es su responsabilidad, se inclina por permitir legalmente el aborto en esa nación.
El cristianismo es muy claro en ese sentido, y el catolicismo actúa en consonancia: la responsabilidad y las decisiones de las autoridades en beneficio de la sociedad, han de respaldarse.
Dada la violencia social y familiar, debido a los feminicidios, la pobreza alimentaria, la segregación racial, la posibilidad de traer al mundo hijos enfermos o narcodependientes, penalizar el aborto es un crimen, porque además de destruir anímicamente, disminuye o empobrece o debilita la relación con la divinidad, la fe se tambalea, y las mujeres-madres que toman la decisión, siempre en soledad, se sienten criminalizadas sin serlo. Merecen el apoyo de la sociedad, pero sobre todo de su fe.
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