El sonido y la furia
Martín Casillas de Alba
Le déjeuner de Monet (1863).
Ciudad de México, sábado 24 de julio, 2021. – No cabe duda que el inconsciente se comunica de diferentes y extrañas maneras. Por eso, el otro día en una especie de duermevela me vino a la memoria lo importante que fue Le déjeuner de Monet un cuadro que está en el Museo de Arte Moderno de Nueva York que, desde que lo vi por primera vez, trataba de decirme algo que hasta ahora pude descifrar.
En estos días de confinamiento en esta especie de pos-pandemia, cuando uno está más con uno mismo, pude reconocer lo que trataba de decirme desde aquel día que me conecté con esa obra de Monet –y no con otra–, sabiendo que “el arte tiene el poder de extender nuestras capacidades más allá de lo que la naturaleza nos permite hacer”, como propone Alain de Botton en El arte como terapia (Océano, 2014).
En los setentas iba a NYC muy seguido. En cada viaje visitaba el MOMA y me iba directo a la sala donde estaba el cuadro de Monet. Seguro que algo tenía que ver con lo que soñaba, pero que todavía no podía realizarlo. Frente al cuadro, respiraba hondo y disfrutaba del patio florido, del niño jugando al lado de la mesa y la madre recibiendo a su amiga, así como, la transparencia y las flores sembradas como al artista ilustró esa mañana deliciosa, con unos higos frescos puestos en la bandeja y una mesa que se antojaba estar un día de esos.
Algo me quería decir esa obra que veía unos quince minutos –toda una eternidad–, antes de salir sin saber bien a bien a qué se debía ese entusiasmo, como si hubiera descubierto la novedad y porque pensaba que ahí era dónde mi alma podía reposar.
Así vislumbraba el lugar en donde un día debía habitar. No era algo preciso, era más bien un lugar abstracto y desconocido, al que podría llegar una vez que terminara mis diez años de psicoanálisis, acomodara las cosas en su lugar y diera el primer salto mortal.
Cuando salía del Museo, caminaba solitario entre la gente por la Quinta Avenida admirando a los neoyorquinos, elegantes, seguros de sí mismos, tal como el poeta veía pasar a las mujeres por esa misma Avenida: “tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida.”
Imaginaba que ellos estaban en lo suyo –como yo deseaba estar en lo mío–, intuyendo los cambios que debería hacer para retomar mi propio camino, ese que soñaba desde hacía tiempo, una vez que me atreviera a cambiar y transformarme.
Esto era lo que imagino ahora que trataba de decirme el cuadro de Monet: alentaba la esperanza del cambio gestado, antes de parirlo. Le déjeuner implicaba el placer de habitar un lugar desconocido, uno que tenía que ver más conmigo como si fuera propio con todo y el paraguas en la banca, por aquello de que la Fortuna nunca llega con las manos llenas.
Por extraño que parezca fui elaborando los cambios que tenía que hacer en mi vida hasta que me atreví a dar el primero de los saltos para montarme en mi propio camino, vivir mi propia vida y estar listo para cuando me toque, morir mi propia muerte.
Le déjeuner de Monet me ayudó a realizar lo que creo que el inconsciente trataba de decirme a su manera y que ahora, con el tiempo, resulta más claro que las gotas de agua de la lluvia. Sin duda, la juventud influyó para hacerlo: tenía treinta y cinco años de edad.
Cinco años después de ese viaje a NY, empecé una nueva vida, más o menos como la había imaginado, desde que veía el cuadro de Monet donde todo florecía en la intimidad de un espacio limitado –todo un universo–, para hacer lo que más deseaba en la vida sin que alguien me pudiera detener.
Ese lenguaje extraño me impulsó a lograr lo que había soñado desde hacía tiempo hasta que lo logré, feliz de vivir mi propia vida.