CUENTO
Su perro murió, y él se quebró. El Culona-virus lo había matado. Y él, que toda su vida había consolado a cientos de personas que habían perdido a sus animales o a sus seres queridos, no supo ahora cómo superar la muerte de su querido y anciano perro.
Llorando como un niño, el tanatólogo fogoso se puso a llorar en medio de la calle, por la cual cruzaban cientos de personas, quienes en lo absoluto se detenían a contemplar su dolor.
“¡Ay! ¡Me humillaron!” gritaba el tanatólogo, al recordar a las enfermeras de aquella clínica veterinaria. “¡No me dejaron ver a mi perro! ¡No me dejaron ver su cuerpo! ¡No me dejaron darle el último adiós!” Ahora su perro solamente era puras cenizas.
En otros tiempos, el tanatólogo había consolado a un montón de personas. Algunas mujeres que habían perdido a sus esposos o a algún animal querido, habían terminado en su cama. Porque entonces él era un tanatólogo muy fogoso, que todo el tiempo se encendía con muchísima facilidad.
Y su profesión ¡siempre le había ayudado a calmar todo eso, su pasión por el sexo! Y él, tampoco hacía distinción entre un hombre y una mujer.
No pocas veces él había terminado consolando en su cama a varios hombres, quienes habían perdido a algún pájaro, tortuga o algún dinosaurio.
Pero ahora, ¡muerto su amado y querido perro!, el tanatólogo no tenía a nadie que pudiese consolarlo a él. Y llorando como un niño, permaneció en medio de aquella calle, con el corazón y todo su ser completamente destrozados. Su pérdida era enorme. Su perro pesaba cien kilos. Era un San Bernardo que medía más de medio metro de estatura.
“¡Ay!” gritaba con el dolor el tanatólogo. “¡Que alguien me consuele! ¡Que alguien me ayude!” Pero nadie le hacía caso. Todas las personas pasaban a su lado sin escuchar sus suplicas. Todas las personas parecían haberse quedado sordas.
FIN
Anthony Smart
Agosto/12/2021