EL SONIDO Y LA FURIA
MARTÍN CASILLAS DE ALBA
El mural de Aurora Suárez (1990).
Ciudad de México, sábado 16 de octubre, 2021. – “¿Quién nos conformó así, que hagamos lo que hagamos, tenemos siempre la actitud de quien se va? Como aquel que sobre la última colina, desde donde divisa todo el valle, una vez más, se vuelve, se detiene y rezaga, así vivimos— despidiéndonos siempre”, decía T.S. Eliot en una de sus Elegías que en estos días viene a cuento porque la semana pasada despedimos a Aurora Suárez (1939-2021) a quien quisimos mucho y trabajamos con ella construyendo castillos en el aire.
Cuando suceden estas despedidas, cada vez más frecuentes, pensamos en la propia, ahora que andamos rezagados divisando el valle, dándole de vueltas, como buenos actores, a lo que hacemos en el escenario durante nuestra hora.
A Hugo X. Velásquez (1929-2010) y Aurora los conocí desde hace años, admirando lo que hacía Hugo, artesano de la cerámica de alta temperatura, creando piezas únicas, originales y la mayoría de una belleza singular. Cuando vivían en la Ciudad de México me iba a tomar un café a su casa y nos quedábamos platicando horas, imaginando cosas que podríamos hacer juntos.
Aurora era arquitecta y diseñadora gráfica, por eso, en 1977 la invité para que diseñara los números de la revista Ciencia y desarrollo del Conacyt, la revista que dirigí durante tres años.
Ella aprendió a trabajar con el barro y la cerámica en el taller que instalaron en Cuernavaca donde suceden muchas cosas, desde escoger el barro, hasta el final del proceso cuando las piezas están dentro del horno donde “se usa una cantidad bárbara de energía y la pieza crece para que luego se vaya enjutando, volviendo piedra. Y luego está el humo. La manera en que va a tocar a la pieza para transformarla… todo esto lo vive uno desde fuera, testigos de la fuerza del fuego que es tanta que hasta se oye…”, como apuntó María Luisa Puga en La cerámica de Hugo X. Velásquez.
Cuando rinde el horno (MCE, 1983) que ahora lo pueden leer gratis en su versión digital. Es un librazo.
Hugo y Aurora contemplaban el mundo desde su casa en Cuernavaca para captar el silencio y el vacío que luego lo plasmaban en sus piezas de stoneware. Sabían que el azar era lo que dominaba a las piezas que salían del horno, frágiles como los suspiros que suceden en un instante fugaz y, como hace poco, Aurora le llamó a una serie de suspiros convertidos en cerámica, tan frágil como los sueños y las ilusiones que compartí con los dos artistas del barro que lo transformaban en obras de arte que, hoy en día, de verlas en casa, nos apacigua el alma.
Ahora serán sus hijas, Sol y Bárbara las que continuarán con el taller de sus padres, inmersas en ese mundo pleno de sorpresas como le explicaba Hugo cuando le decía a Puga: “Mira, mira. Mira qué color. Mira todo lo que pasa (que, de por sí, es una buena idea, “mirar todo lo que pasa…”) Todo se funde a esta temperatura. Mira el barro. Se hace piedra con la forma que tú les has dado, aunque tienes que aprender que el azar existe. Si entiendes la magia, aceptas el azar”, ese que no sólo existe en la cerámica, sino en la vida misma.
Durante la horneada se guarda silencio. Es todo un rito mientras el fuego y el humo actúa sobre el barro que parece estar quieto pero que registra todo, como el toque de los dedos que el fuego lo convierte en una huella dura como una roca: “a veces no quiero quemar ciertas piezas. Me enamoro de ellas y quisiera que se quedaran así… Cuando el horno rinde, hay que cerrar las bocas de fuego hasta que el horno enmudezca.”
Las piezas de cerámica de Aurora tienen un toque femenino, lleno de gracia, como si de esa manera creara un aura para que se vean como nunca antes se vieron ni se volverán a ver. Sí, una vez que el horno ha rendido, lo demás es silencio.