CUENTO
Su nombre era Demento, y era uno de los psicólogos más afamados de una ciudad llamada “La Sucia Mérida”. No era muy alto de estatura. Cuando mucho y medía un metro con sesenta centímetros.
Pero él, para verse más alto, todo el tiempo usaba zapatos con tacones de unos cinco centímetros.
A Demento le gustaba vestir muy bien. Su color favorito era el verde. En su armario guardaba unas cincuenta camisas con distintos tonos de verde, las cuales siempre le gustaba combinar con pantalones de color crema y otros tonos parecidos.
Cada dos meses, Demento iba y metía sus cosas en una pequeña maleta, para luego irse a los Estados Unidos. A sus pacientes siempre les presumía de sus gustos exquisitos y de las cosas de gran calidad que traía a su regreso.
La mitad de sus pacientes eran muchachos, que acudían a su consultorio para desahogar sus penas. Y Demento, con mucho gusto los atendía a todos y a cada uno de ellos.
La existencia de su consultorio era una cosa muy privada. Solamente los hombres más ricos de La Sucia Mérida conocían su ubicación, así como los hijos de éstos. Demento únicamente daba consulta en aquella casa, situada en el norte de la ciudad, en medio de la selva yucateca.
Demento, que odiaba el título de “masajista erótico”, en sus ratos raros en que su conciencia le hacía ver que lo que hacía era algo muy feo, siempre se resguardaba bajo la excusa perfecta de que él era un psicólogo que ayudaba a curar las ansiedades y temores de los hombres y muchachos con la ayuda de sus dos manos, y algunas otras partes de su cuerpo.
Su consultorio, en el que se podía ver una mesa que le servía para dar “terapia”, era un cuarto muy grande, que igual podía estar muy iluminado o no. Cada paciente podía escoger el ambiente para su sesión de “terapia”; pero a la mayoría les gustaba estar en la penumbra. Así que Demento enseguida iba y bajaba las cortinas, hechas con un material parecido al plástico, pero las cuales, miradas desde lejos, parecían ser de tela gruesa.
Como ya se ha dicho antes: pocos eran los que sabían de la existencia de este lugar, en donde -por la cantidad de tres mil pesos por hora- las personas con mucho dinero podían desahogar “sus penas y demás problemas”. A Demento le iba muy de maravilla. Su cartera de “pacientes” sumaba en su totalidad unas sesenta personas, de las cuales treinta eran hombres arriba de los cuarenta años, y la otra mitad jóvenes de no más de cuarenta.
En una ciudad como La Sucia Mérida, en donde los hombres ricos se cuidaban mucho de mantener en secreto “sus perversiones sexuales”, este “consultorio” siempre había significado para todos ellos un enorme y satisfactorio alivio. Y Demento siempre había tenido la grandiosa cualidad de ser un hombre muy discreto.
Demento poseía en su lista de pacientes a personas con gustos muy distintos, pero de entre todos ellos, el único que le provocaba un poco de asco atender era un hombre gordo, que pesaba unos ciento cincuenta kilos. Sus tetas eran enormes y colgantes. Su pene era una cosita parecida a un cacahuate.
Este era el típico hombre gordo al cual le excitaba mucho ser maltratado y humillado. Cada vez que Demento se metía en su papel de “verdugo”, el micro pene del gordo comenzaba a emerger de su escondide de pequeños pliegues de piel muy blanca.
Demento, para extraerse de este momento tan asqueroso para él, se la pasaba todo el tiempo haciendo planes mentales para comprar cosas e irse a comer a su restaurant favorito, con la propina de mil quinientos que el hombre gordo -uno de los empresarios más ricos de la Sucia Mérida- siempre le dejaba al final de su sesión de “terapia”.
La terapia con el hombre gordo siempre culminaba con el último acto. Demento iba a la cocina y tomaba de la mesa un pepino de un tamaño considerable. Luego regresaba al consultorio y le untaba mucho lubricante al pepino. “Por favor, ¡te lo ruego!”, se ponía a susurrar el hombre gordo. “¡No me hagas eso!” Su mirada era de pura suplica. Demento, ya de lleno en su papel, le respondía:
“Oh, ¡claro que sí! ¡Te voy a hacer a daño!” El gordo comenzaba a retorcerse de placer cuando veía a Demento colocar la punta del pepino en la entrada de su culo.
Un rato después, Demento al fin lograba desaparecer más de la mitad del pepino dentro del ano del hombre gordo. “¡Me duele, ME DUELE!”, se quejaba el gordo. Demento tomaba esta frase como clave para seguir arremetiendo. Y solamente paraba cuando el pequeño pene del hombre gordo comenzaba a sacar pequeñas gotas de semen. Demento entonces al fin respiraba aliviado.
Sus clientes jóvenes, los de menos de cuarenta, tampoco se lo ponían muy fácil que digamos. De entre todos ellos, había uno al que solamente una cosa lograba excitarlo de verdad. La primera vez, cuando Demento terminó con él su sesión de “terapia”, corrió al baño, y no paró de vomitar por más de media hora. “El psicólogo” no podía lograr apartar de su boca aquel desagradable sabor; aunque ya se había lavado la boca hasta con liquido muy oloroso para limpiar pisos.
Todavía hoy, al psicólogo le seguía causando mucho trabajo darle “terapia” a ese hombre joven, el cual también le daba una propina muy generosa al final de cada sesión suya. Demento, que siempre había amado la buena vida y hacer dinero fácil, cada vez que pensaba en decirle al joven que ya no lo atendería más, luego de pensarlo y pensarlo mucho, siempre terminaba retrayéndose…
Y fue así como un día, drogado hasta la coronilla, “el paciente” le dijo al psicólogo que, si lograba introducirle más de la mitad de su brazo, no solamente le daría la propina habitual, sino que además también le pagaría el doble del precio de la consulta: es decir seis mil pesos. El muchacho era hijo de un empresario, dueño de unas tiendas muy famosas en La Sucia Mérida, y otros estados del sureste mexicano.
Luego de esnifar dos rayas de cocaína, el joven le preguntó a Demento: “¿Qué estás esperando para empezar?” El psicólogo, parado junto a le mesa, se bañó toda la mano y el brazo con aquel lubricante. Después, con un solo dedo, comenzó con su labor. Temía hacerle mucho daño a aquel loco tendido boca arriba sobre la mesa.
Pasada media hora, la mano entera de Demento ya estaba dentro de aquel culo. “Ahora empuja”, dijo su paciente. Demento obedeció. Su brazo entonces comenzó a hundirse hacia adentro, mientras que el joven no paraba de esnifar cocaína, contenida en un pequeño recipiente, hecho de oro sólido, y el cual también le servía como medalla de su gargantilla, hecha igualmente con oro.
El psicólogo hizo su trabajo una media hora más, sacando y metiendo su brazo, hasta que su paciente loco terminó eyaculando sobre su propio vientre. Demento, contento por sentirse al fin liberado de este acto tan repugnante para él, estaba a punto de tomar una toalla de papel para quitarse los restos de excremento, cuando entonces escuchó a sus espaldas: “Si te limpias, habrás perdido tu propina. Y solamente te pagaré lo habitual por la consulta”.
Confundido por estas palabras, Demento se viró para mirar a su paciente, el cual ahora se encontraba poniéndose su pantalón. “¿Qué quieres que haga entonces?”, preguntó el psicólogo. Riendo con malicia, porque le excitaba ver a la gente hacer “algo”, el muchacho le respondió a Demento: “Fácil. Quiero ver cómo lo limpias con tu lengua”. Demento dijo que no… De repente parecía haberse vuelto una persona con moral y todo ese tipo de cosas. Pero luego, recordó quién era realmente. Y así fue como finalmente pudo hacer lo que le pedía su paciente. Demento lamió y lamió su brazo, hasta acabar con el último resto de mierda…
“¿Por qué te excita el scat y el fisting?”, preguntó más tarde al joven rico. Y éste, depositando en su mano la paga y la propina por su servicio, le respondió: “No sé. ¡Eso tú deberías de decírmelo! Tú eres el psicólogo, ¿no?”. Demento sonrió, lo miró y entonces se guardó los billetes en la bolsa de su pantalón de color crema.
FIN
Anthony Smart
Noviembre/09/2021