Luis Farías Mackey
Pluralidad y desigualdad se implican. De hecho, hasta que me encuentro con mis iguales, me circunscribo, me reconozco como uno, como presencia, como yo.
El encuentro con otros seres vivos y cosas no me hacen expresarme, salvo conmigo mismo. Cuando me expreso frente a mis iguales (humanos), no sólo me hago identidad, sino que me comunico y al hacerlo de diferencio de esos otros a los que les hablo.
Teilhard de Chardin lo exploró profusamente: “La verdadera unión no funde los elementos que aproxima; les da una nueva vitalidad por fecundación y adaptación recíprocas. Es el egoísmo el que endurece y neutraliza la materia humana. La unión diferencia”.
En otro de sus textos leemos: “La verdadera unión (…) diferencia los elementos que aproxima (…) Dos seres que se aman ¿tienen acaso alguna vez conciencia más viva de sí mismos que cuando se hallan sumergidos uno en el otro?”
Y “lo que hay de más incomunicable y de más preciso en cada ser es lo que hace uno mismo con todos los demás. Coincidiendo con todos los demás encontraremos el centro de nosotros mismos”.
También escribió: “entre inteligencias, una presencia no puede permanecer muda”.
La pluralidad, pues, es el ámbito de la comunicación y la diferenciación que permite al hombre, en tanto individuo, ser él mismo y, en tanto ciudadano, ser entre otros. Sólo frente al otro me identifico como yo, me distingo, me desigualo y me comunico.
Por tanto, no puede haber pluralidad sin desigualdad: de géneros, edades, gustos, pensamientos, habilidades, necesidades, etc.
Sin la “multiplicidad no habría ninguna política” y sin la “desigualdad fundamental no se necesitaría ninguna ley”, escribió Arendt.
Por amor necesitamos de otro adecuado a uno (género); por amistad necesitamos de otros inadecuados, extraños, diferentes, desiguales, plurales (Polis).
Arendt destaca que en el circuito familiar se da una necesidad entre hijos y padres en la niñez de unos y vejes de otros, en tanto que en el de la comunidad política la relación es recíproca y “sólo ésta es la ‘igualdad’ de la ley, que nada tiene ver con la desigualdad fáctica de los hombres, que para nada toca la ley”, salvo para regular los extremos cuando las relaciones, de suyo desiguales, hacen de la desigualdad botín, esclavitud, miseria inhumana, riquezas ofensivas.
¿A qué viene todo esto? Que tenemos que ser muy cuidadosos cuando se nos habla de desigualdad, porque ésta nos es políticamente necesaria, lo cual no significa que tenga que ser injusta.
Las desigualdades de los modelos de desarrollo imperantes se observan en condiciones y calidad de vida injustas, inhumanas, voraces y suicidas. Y, sí, hay que combatirlas en todas sus expresiones.
Pero las desigualdades políticas, las que hacen posible la convivencia y supervivencia de la comunidad humana, esas no deben ser borradas, a riesgo de borrar con ellas al propio hombre.
Guardémonos pues de diferenciar de qué desigualdades hablamos, porque los populismos son los artífices del engaño, vendiendo cuentas verdes y paraísos imposibles a costa de libertades.
Platón lo exploró al hablar de dos tipos de igualdades: “una, que es igual en virtud de la medida, del peso y del número”. Pero hay otra, “la igualdad más verdadera y mejor (que) ya no es fácil de conocer por parte de cada uno (…) y está a disposición de los hombres siempre en pequeña medida” (…) que otorga sus dones a cada uno según su naturaleza y en la recta medida (…) Y esta modalidad de justicia constituye para nosotros la esencia de lo político (…) a saber: que a los desiguales se les otorgue en cada caso lo que para ellos es lo relativamente igual”.
Lo dijimos hasta el cansancio cuando De la Madrid sostenía que igualar era hacer justicia, sin diferenciar que en ciertos supuestos sí, pero en otros es al revés: haciendo justicia —dar a cada quien lo suyo— se iguala.
Igualar en miseria, ignorancia, miedo, enfermedad, inseguridad, sometimiento y muerte no sólo no es justo, es inhumano y apolítico: tiránico.
Hoy la desigualdad se versa de día y de noche, tanto que termina por no decir nada, como casi todo en éste nuestro desastrado México. Por eso guardémonos de las igualdades indiferenciadas que nos venden, porque al igualar políticamente no se nos hace justicia, sino se nos priva de nuestra espontaneidad, libertades y pluralidad; de nuestra ciudadanía; se nos hace rebaño y masa.
Unas son las desigualdades en condiciones de vida y otras las de la pluralidad inherente a la política, al hombre y a sus libertades.
¡Ojo!