EL SONIDO Y LA FURIA
MARTÍN CASILLAS DE ALBA
Llegó con su sombrero de tejano.
Ciudad de México, sábado 8 de enero, 2022. – Hace años que íbamos al aeropuerto para recibir a los familiares que regresaban de viaje. Ahora, los esperamos en casa y si no tenemos chofer, dejamos que tomen un taxi. Llegábamos a tiempo para acercarnos a la llegada nacional a unos pasos de la internacional. En todo caso, paseábamos por el pasillo, haciendo tiempo hasta que anunciaran la llegada del vuelo esperado.
Y ahí empezábamos a imaginar algunas historias de los que también esperaban a sus viajeros: los chiquillos agarrados de la mano de su madre en espera del padre que traía sus regalos, sin importarles que habían sido comprados a última hora antes de embarcarse; el novio con un ramo de flores en espera de la novia y, en la llegada internacional, donde me quedé un rato cuando vi a una pareja que esperaban al hijo que imaginé se había ido a trabajar a los Estados Unidos. Los dos muy derechos, él sosteniendo a su mujer con unas manos ajadas por la tierra, los temporales, las reatas con las que ataba a los becerros para marcarlos; ella, sin despegar la vista de la puerta que se desliza cuando salen los afortunados que libran el semáforo de la aduana, aunque no fuese el caso. Se parecía a don Ventura, tal como lo recordaba sosteniendo la espuela de la yunta al atardecer. Era mediero del rancho familiar cerca de Tepa.
Me hice un poco al lado sin dejar de verlos. En eso, la mujer le apretó el brazo a su marido: había visto a su hijo que entraba al ruedo con su sombrero nuevo de tejano, cargando un saco de lona como el que usan los marineros en aquel país, con sus pantalones de mezclilla y un par de botas a las que les había dado bola para que relucieran a la llegada.
Me recargué en la columna que estaba por ahí para ver cómo el recién llegado tomaba a su madre entre sus brazos. En ese momento, creí comprenderlos y lo sentí en la garganta, aguantando eso que, incontenible, trataba de salir a borbotones nada más de verlos cómo se abrazaban: ella, recargada en el pecho de su hijo, descansando su cabeza con todo y algunas canas alborotadas, dándole de golpecitos con la palma de la mano en ese brazo fortalecido por el trabajo, como esos otros que le daba en la espalda después de amamantarlo cuando era bebé.
El padre, sin saber qué hacer, ajeno a los gritos de emoción que había a su alrededor y a los besos de la pareja a su lado o a esa esposa mustia que recogía a su marido por protocolo o el otro, que veía entrar a su mujer sonriendo al cruzar la puerta, con ganas de que esa sonrisa fuera por el gusto de volver a casa, entre otros personajes de los que bien podíamos, si tuviéramos tiempo, imaginar sus vidas, angustias y placeres.
Los tres abrazados sin saber qué decirse o cómo convertir la llegada en la fiesta del hijo pródigo, ese que regresaba del campo de trigo al campo de cebada. Su madre había preparado su cuarto y, para su desayuno, una calabaza en tacha que tanto le gustaba como el café de olla que tomaba antes que nada y que les contara, a cuentagotas, su vida en los trigales, esos, como donde estaban “tres tristes tigres tragando trigo en el trigal”.
El padre, contento de contar con su hijo para librar la temporada, las heladas, el parto de La Chonga o La Uva, las vacas consentidas, así como, el tiempo de aguas y lo inesperado que se da en la vida, no sólo en el campo. Había que recoger la cosecha de cebada para llevarla del rancho a la estación de ferrocarril en Atequiza y, de ahí, a los silos de la Cervecería Cuauhtémoc Moctezuma en Guadalajara.
Por tantito no me encontraba mi esposa por andar de curioso viendo eso que, sin venir a cuento, le mueven a uno el tapete.