Luis Farías Mackey
Al INE
La maldición de Narciso fue no conocerse a sí mismo. Se lo anunció a su madre, Liríope, el vidente Tiresias y Narciso nunca se conoció.
En un cristalino arrollo de plata jamás perturbado, en Donacón, Tespia, el bello Narciso se inclinó a saciar su sed y quedó prendado de su reflejo. Trató de abrazarse y besarse, pero al tocar el agua la imagen se desvanecía. Quedó así condenado a poseer sin poseer; al tormento de su regocijo y a la fidelidad de un amor incomunicable, jamás consumado; inactivo a riesgo de esfumarse; un amor impotente.
El verdadero amor, nos dice Jung, requiere cuerpos, espacio y tiempo; diferenciación, comunicación, intercambios. Con Narciso, al desvanecerse su reflejo, su sí—mismo se desintegra y pierde sus límites; en tanto que en la comunicación de dos amantes, cuerpos, límites y sensaciones de diferencian y ahondan compartiéndose: jamás sé es más sí—mismo que extraviado en el otro.
Por eso Narciso jamás se conoció, porque lo que veía era su reflejo, no su ser. Hablaba con una superficie de agua, no con sus entrañas. Para haberse realmente conocido requería de un opuesto, de otro, que marcara en el espacio y tiempo hasta dónde llegaba Narciso y donde empezaba todo lo que él no era. Narciso, así, sin conocerse, no conoció límites, ni otredad, ni necesidad de otro, ni Yo. Tampoco supo de fraternidad, amistad, solidaridad ni amor.
En Narciso, el instinto de conservación no se colma en el otro, sino en un egoísmo sublimado y libidinoso, por eso —sostiene Freud— los parafrénicos (enfermos de narcisismo primario) sufren de delirios de grandeza y falta de interés por el mundo exterior (personas y cosas); esto último lo comparten con los histéricos y los neuróticos obsesivos: rompen relaciones eróticas con las personas y las cosas, y las substituyen con fantasías (¿transformación?).
Es entonces cuando Freud se pregunta, “¿cuál es en la esquizofrenia el destino de la libido retraída de los objetos? La megalomanía” en narcisismo. Por megalomanía, Freud entiende: “una hiperestimación del poder de sus deseos y sus actos mentales, la ‘omnipotencia de las ideas’, una fe en la fuerza mágica de las palabras y una técnica contra el mundo exterior, la ‘magia’ que se nos muestra como una aplicación consecuente de tales premisas megalómanas”. Una mañanera, pues.
Y ya que estamos en las mañaneras —¡quien pudiera escaparse!—, saltemos del narcisismo a los actos obsesivos y prácticas religiosas o semireligiosas. Algunas personas con neurosis obsesiva realizan actos obsesivos en un ceremonial neurótico en su vida intima cotidiana. La mayoría lo hace en privado, de suerte que pocos se enteran que cuelgan las camisas por colores, u ordenan los cubiertos en determinada forma, o las fotografías y muebles de cierta manera; además, que toda infracción al ceremonial dispara en ellos angustias intolerables.
Todo acto obsesivo tiene un sentido que se explica histórica y simbólicamente. En él, la personalidad del sujeto da expresión, vivencia y perdurabilidad a pensamientos y afectos.
Pero hay ceremoniales obsesivos en público, como las mañaneras. En ellas observamos repetición obsesiva y ritual; son intercambiables y previsibles; las más de las veces, discurso y tonadita son siempre los mismos. En la mañanera habla con pausas y risitas burlonas; pontifica, estigmatiza, recrimina y se victimiza. En los mítines sus palabras surgen atropelladas en borbotones; se sulfura, amenaza, grita, condena: manda al diablo. Entre las vallas se deja adorar cual santísimo.
Otras obsesiones: fuga al pasado, personajes favoritos, frases hechas, países odiados, victimización por todo argumento, propaganda personalizada —no puede vivir sin ver su imagen reflejada en todo espectacular y cartelera.
Las razones históricas de sus actos obsesivos las dejamos al psicoanálisis, pero su obsesa mecánica sí nos aporta huellas de dolor dignas de entender.
Hay siempre en toda obsesión una prohibición asociada y, por ende, una conciencia de culpabilidad de la cual —dice Freud— no se sabe lo más mínimo. Por ello le denomina una “conciencia inconsciente de culpa”, que haya su origen en acontecimientos psíquicos precoces, pero de los que busca su “renovación constante en la tentación reiterada en cada ocasión reciente y engendra, además, una expectación angustiosa que acecha de continuo una expectación de acontecimientos desgraciados, entrelazada, por el concepto del castigo, a la percepción interior de la tentación”.
Agrega Freud: “el ceremonial inicia como un acto de defensa” contra la tentación y como “protección contra la desgracia esperada”. Pero defensa, tentación y desgracia nunca resultan suficientes y surgen entonces “las prohibiciones”. Así, el ceremonial conjunta condiciones bajo las cuales lo prohibido es permitido, como en el rito del matrimonio religioso por el cual quedan liberadas las prohibiciones al placer sexual y su pecado.
Y aquí viene la parte más difícil, porque la psique es todo menos lógica: el ceremonial obsesivo produce un estado de “transacción entre poderes anímicos en pugna” que genera el placer reprimido que se pretende evitar, al tiempo de burlar las instancias que lo reprimen; logrando que su defensa provoque, incremente y burle la prohibición, triunfe por sobre lo prohibido y genere, a la vez, la culpa que se busca evadir y de la que se es adicto.
En el caso concreto de la revocación de mandato encontramos: ceremonia narcisista y obsesiva de un todopoderoso en auto—amenaza, auto—ataque y auto—defensa, en calidad de víctima perseguida e infractor ostentoso y afrentoso, para autogenerar prohibiciones adicionales que lo justifican y, a la vez, ratifican en su culpa, defensa, angustia y perversa fruición: conciencia inconsciente de culpa.
Concluyo, la revocación de mandato de López Obrador es un acto narcisista y como tal impotente. Se reduce a la adoración megalómana de una imagen; no constituye realidad alguna. Solo produce nada.
Y es también un ceremonial obsesivo semireligioso para recrear una épica neurótica que lo revictimice de sus fantasmas, donde Constitución, instituciones y pueblo juegan de excusas para una defensa culposa e ignominiosa que lo incrimina; donde al final triunfa una y otra vez sobre sus represiones internas y autoridades abominadas, y se revuelca en sus culpas jamás resueltas.
Todo en él es narcisismo y neurosis obsesiva; pierde el tiempo quien busque cualquier otra explicación y solución. Todo es campaña y adoración permanentes, obsesivas y entrópicas.
López Obrador, como Narciso, jamás se conocerá a sí mismo, nosotros sí a él.