Luis Farías Mackey
Dicen que en el principio fue el verbo. Dios tenía que comunicarse con los hombres y solo podía hacerlo por la “palabra” hablada, pero ésta es propia y única del hombre. Es un instrumento y un significado del —y en el— hombre que traduce en sonidos —propios de las cuerdas bucales humanas— lo que su mente piensa. Así, el dios todopoderoso se vio reducido a la capacidad de abstracción, pensamiento y vocalización humana.
Jesucristo, enviado por Dios a los hombres, es el verbo encarnado y, por cierto, terminó crucificado. Alá, “el innombrable”, tuvo también que ser verbalizado en Al—Khidr: “el primer ángel de Alá”, “la palabra”, “el rostro de Alá”. Para los antiguos persas, en Ahura Mazda era un dios omnisciente y omnipotente; en él, bien y mal no hallaban diferenciación ni conflicto: cómo podría haber un Dios todopoderoso que no pudiera, incluso, hacer el mal. Pero al expresarse a los hombres surgió, primero, Vohu Mano: la palabra correcta, de “buena actitud”: la buena intención. Frente a ella, nació la actitud oscura: el mal espíritu, llamado Angro Mainyush. Ambos principios convivían sin conflicto en Ahura Mazda, pero al verbalizarse en el hombre empezaron a pelear entre sí y fue necesaria la creación del mundo como campo de batalla entre la luz y la oscuridad.
En el principio, pues, por la palabra se expresaba el espíritu. Antes de la palabra, los dioses hablaban a los hombres por el viento en la fronda de los árboles, de ahí que la serpiente, animal de la tierra —no del cielo—, tentase a Adán desde un árbol. Triquiñuelas aparte, la palabra siempre ha estado asociada al viento: el vocablo latino spiritus, quiere decir viento, igual que la acepción griega de animus. El Espíritu Santo descendió, según el Pentecostés, como un gran viento. En la antigüedad Pneuma significaba prana: aliento de vida, lo característico de un ser vivo. Pneuma, en sus orígenes, no tenía ningún significado espiritual, lo adquirió hasta el cristianismo. Logos difiere de nous, palabra griega que significa mente, aunque ambas nombran un principio cosmogónico, donde el logos es divino: es Dios. Pero la mente entre los hombres opera en palabras —pensamos en palabras y con ellas nos comunicamos—. Por eso en Egipto la palabra era un factor creativo: “Lo que habla, llega a ser”, reza la inscripción en el frontis del templo de Path.
Por la palabra, pues, hablaba el espíritu, primero de dios a los hombres y luego el espíritu de cada hombre se verbalizaba en palabras. En alemán, geist, espíritu, significa efervescencia, emanación; una especie de entusiasmo, una condición emocional, algo parecido a un géiser: fuente termal intermitente. Porque la palabra es en el fondo una efervescencia del espíritu, una expresión de entusiasmo: un canto. En el hombre habita el espíritu y éste solo puede manifestarse corpóreamente por la palabra que, así, era un soplo de vida —aliento del alma—.
Ya no. La palabra ha perdido su capacidad vehicular del espíritu, es solo flatus vocis: soplo de voz. Ruido.
La palabra es refractaria hoy al espíritu porque en ella no hay compromiso con la verdad ni en ella se explaya el espíritu. Partamos de que la verdad es una convención, siempre cambiante y, además, sujeta a la perspectiva de cada quien. Dos personas podemos ver un mismo hecho y simplemente por nuestro punto de ubicación, siempre veremos cosas diversas. Pero aquí no se trata de analizar la verdad, sino nuestro compromiso con la verdad. Por lo menos, con nuestra verdad. Si ni siquiera a ella podemos serle fiel, cómo podríamos serlo con los demás.
¿Qué es de la palabra si con ella nos mentimos a nosotros mismos? La verdad empieza en uno y para consigo. Quien se traiciona con la mentira, por qué no habría de traicionar a los demás.La primer traición a la verdad es la de aquel que ignorando las cosas cree saberlas, de lo que se sigue que al mentirse con sus tinieblas se cierra a despejarlas con el conocimiento ajeno, al que, por otro lado, pretende imponer incluso con sangre.
La segunda traición a la verdad es la de aquel que sabiendo las cosas las niega, trastoca o esconde a sí mismo y a los demás. Aquí no hay ignorancia y soberbia, solo villanía.
Pero la tercer traición a la verdad es la peor, porque se da en quien está abligado a hablar con la verdad a los demás: el hombre de poder que miente para gobernar.
La peor traición posible es mentir como instrumento de gobierno. Salvo una más: la de quien al mentir traiciona, además de su compromiso con la verdad, su compromiso de gobernar: quien miente, no para gobernar, sino para no gobernar; para ser una apariencia de gobierno, una representación cotidiana de gobierno con polarizaciones de artificio que en lugar de la acción conjunta de pueblo y gobierno sobre la cosa pública, malgasta voluntad, efectividad, recursos, gobierno, verdad y tiempo.
Pues bien, acusar de traición a quien cumple su funsión pública y representación política es traición, no solo a la verdad, sino al gobierno, a la política y al pueblo que lo sufre.
Hacerlo para que nadie hable de los verdaderos problemas que se han dejado a la deriva sin solución, es traición.
Malversar la palabra al pueblo sin verdad y sin espíritu, con único propósito de polarizar para engañar y evadir verdad, realidad y mandato político, es traición.
Pero cuídemonos de no caer en el juego de traidores a la palabra y a la verdad. Estaríamos traicionando nuestra obligación con ellas, con la Nación y con nosotros.
Recuperemos la palabra de quienes la usan como ruido; diría Anatole France: como un “grito perfeccionado de los simios y los perros”. Llenemos la palabra de verdad y de espíritu, vaciémosla de rabia y ladridos; de traición. Seamos dignos del ágora; dejemos la selva a los monos.