Luis Farías Mackey
La turba se enardecía conforme las llamas se alzaban sobre el cuerpo del condenado. Jan Hus se había adelantado un siglo a la Reforma de Lutero y la Santa Inquisición, en Constanza, lo quemaba vivo aquella fría mañana del 3 de noviembre de 1414. ¿Hasta parece que fue ayer.
Entre las llamas vio acercarse a una anciana. En un principio temió por ella. La menuda mujer caminaba con dificultad cargando un poco de leña entre los brazos, misma que echó al fuego arrebatado de la hoguera. Jan exclamó: “¡Oh, santa simplicidad!” y murió.
La anciana sinceramente creía que hacía una buena obra. Más aún, que su acción era humanitaria, necesaria y piadosa. Los creyentes profesan la santa simplicidad. De ahí lo fácil del trabajo del santo inquisidor: basta con señalar al apostata, mentar el mal y juntar leños con miedos e ignorancia. Para los fervorosos todo lo que no es simple es profano y no requiere prueba, basta y sobra la fe contra ello. Tampoco demanda de densas explicaciones y complicados procedimientos. En un mundo de bien y mal, si no estás con uno, están con otro y se acabó. Son los santos simplones los que por millones marchan detrás de personajes que hablan con Dios o, peor aún, por Dios en la tierra. Los dueños de la verdad inapelable y del monopolio del bien. Hombres que se llaman buenos, pero que en los hechos confunden más su hacer con criminales, que con almas de bien.
Para quien sigue, lo de menos es a quién y para qué; lo importante es seguir: ser conducido. Porque quien sigue no decide destino, ni camino, y menos responde por él. Es la comodidad del rebaño y la inconsciencia: no hacerse cargo de sí—mismo. Y, si no respondo por mí, porqué habría de responder por otro y, peor aún, por la sociedad toda. Así marchan infantilmente por la vida detrás de los santones que pavimentan los veneros al infierno. Su balar es cercano al zumbido de moscas, ese que acompaña a la reforma educativa de estos días.
El trabajo de la masa es llevar leños a la hoguera, sangre a la guerra, oscuridad a la luz, rencor a la paz. Y no hace falta levantar piras en las plazas públicas, basta con creer, cerrar los ojos y clausurar el pensamiento. Si se quiere, pueden gritar “es un honor estar con Obrador” o acercar leños a la hoguera, pero ni necesario es.
El problema viene cuando la santa simplicidad expone a especímenes del rebaño al escrutinio público, como son los caso de Mario Delgado, Sergio Mier, Sergio Gutiérrez Luna y Citlalli Hernández, entre otros ínclitos destacados. Porque en los Santos Oficios, como en las guillotinas, las llamas y los filos no discriminan ni a sus propios autores. Es parte de lo santo de la simplicidad.
Dos cosas, sin embargo, me preocupan: ¿Con qué cara acompañarán al presidente de la República al Senado el próximo periodo ordinario de sesiones a imponer la medalla Belisario Domínguez, máximo galardón del poder legislativo mexicano para honrar a quien con su vida pagó el derecho de disentir del poder desde el Congreso de la Unión.
El Doctor Diego Valadés ha criticado que se le rindan honores a un fusilado por rebelión bajo sentencia firme de Consejo de Guerra, sin previo indulto y merecida declaración de inocencia, refiriéndose al General Felipe Ángeles, ante cuya estatua los Generales de hoy suelen discursar frente a las cámaras.
Y tal vez sea el caso de Don Belisario, pero al revés volteado: tendremos que degradarlo de héroe a traidor y rescatar de la ignominia todas las preseas que en su honor se han entregado en extraviada simplicidad.
Disculpando, dicho sea de paso, las molestias que la santa simplicidad suele causar.