Héctor Calderón Hallal
Todos los individuos sin excepción, mujeres y varones, sufrimos en algún momento de nuestras vidas la embestida de esa enfermedad llamada soberbia.
Es natural, propia de la vida, sobre todo de una vida sana y más o menos completa, intensamente vivida.
Ante la ausencia de la enfermedad y viviendo períodos de vida más o menos prolongados y constantes de salud y abundancia, digamos, olvidamos que fuimos niños, que algún día tuvimos que aprender a dar nuestros primeros pasos, a balbucear nuestras primeras plalabras… vamos… a contener el esfínter y dirigirnos al baño para no ensuciar nuestra ropa; cosas tan elementales e increíblemente, tan fácil de olvidar.
No se diga el aprender nuestras primeras letras o el más importante quizá de todos los aprendizajes tempranos en un ser humano: el aprendizaje del proceso de la lectura.
Pero eso no se olvida por un acto inconsciente del metabolismo, sino por un acto humano consciente al que, por la fuerza de la repetición a la que ‘el progreso material’ nos concita, desafortunadamente: es un auténtico acto de soberbia.
Así como en la salud y en la prosperidad, nos olvidamos de dar gracias al Creador por el milagro de la vida, la salud y la abundancia; así como olvidamos más que reiteradamente a lo largo de la existencia, dar gracias a Dios por la vida y la salud de nuestros padres, cuando los tenemos con nosotros y que los lloramos con amargura inútil cuando ya no lo están… como si nos supiéramos ‘eternos’ e invulnerables a la amenaza de las enfermedades, las desgracias y la adversidad en general; así nos olvidamos también de venerar y agradecer cuantas veces sea necesario, a esos profesionales de la educación que con su esfuerzo, disponibilidad y buena voluntad, nos recibieron en el aula y nos hicieron parte de su vida, compartiendo lo que sabían y lo que tenían, sin esperar nada a cambio, tan sólo por el hecho de cumplir con su enorme y sagrada tarea de enseñar al que no sabe.
Abusando de la primera persona -pido perdón al lector- abundaré en agradecimientos muy personales, pero que para los fines que persigue este trabajo, ilustran de manera muy plástica mi agradecimiento y mi deuda con mis maestros de todos los grados, con los que tuve contacto a lo largo de mi vida.
En un acto de concentración mental, pude recordar hoy por la tarde las primeras impresiones de mi vida como estudiante, tras por lo menos dos o tres jornadas de mucho llanto y rencor hacia mi madre, por haberme dejado por varias horas en aquel sitio tan raro, junto a decenas de niños en el mismo plan de amargura y maestras -ya en edad madura la mayoría de ellas, aunque por protocolo había que anteponerles el prefijo ‘señorita’ a sus nombres de pila- asumiendo con rudeza y cierto enfado, el repetitivo ejercicio de recibir a los niños primerizos al inicio de curso.
Era el Jardín de Niños de jurisdicción estatal ‘Justo Sierra’, de Los Mochis, Sinaloa, en aquel muy lejano 1975; un plantel clásico y pionero de la educación elemental en mi pequeña ciudad natal.
Recuerdo que fue un nivel con mucho rigor, no obstante que la directora del plantel, la muy cariñosa como reconocida profesora Enriqueta Cota de Estrada era madrina de bautismo de mi madre. Siempre me formé en la fila y esperé mi turno. Con mucho cariño recuerdo a las profesoras Purificación Cota, Dora Elia Verduzco y su hermana Lily Verduzco, de aquel azaroso primer grado de preprimaria.
En segundo año, con la inolvidable maestra Raquel Rojo de Santana, aprendí a leer y a contar los primeros números; lo digo sin ningún afán presuntuoso, dando gracias a Dios por ese privilegio de la salud mental que el Señor me concedió al nacer.
Desde luego que el proceso de aprender a leer y a contar tuvo que ser calibrado o afinado por la especialista del primer grado de primaria, mi también inolvidable y cariñosa maestra Bertha Célida Ayala Borboa, que con gran paciencia y dulzura nos recibía en aquella aula tipo de mi entrañable plantel, la escuela federal, ‘Profesor Marcial Ordoñez’ de Los Mochis.
Bertha Célida recibía con su mismo corazón maternal, inmenso, al niño disléxico con problemas de la vista, al que había que fabricarle un pupitre especial (con la paleta invertida), que aquel otro que tenía problemas de socialización al que llevaron sus humildes y ya muy ancianos abuelos desde un rancho lejano y que no podía articular una sola frase, luego de que vió morir a sus padres en un accidente de tránsito y a sus ocho años de edad y tras haber ‘repetido’ dos veces el primer grado de primaria, a los dos y a muchos otros muchachos, Bertha Célida logró enseñarles el privilegio de ese insustituible proceso cognitivo que es la lectura; la maestra les enseñó a vivir su momento en la vida, olvidando las tragedias temporales que nos marcan momentánea y circunstancialmente… por muy grandes que estas sean; porque cada individuo tiene un destino del que no puede huir, nació para algo… indiscutiblemente:
Al chico disléxico lo volví a ver hace algunos años como Jefe de Investigaciones de la Policía Ministerial de Sinaloa, cumpliendo con honores y a cabalidad su delicada encomienda y cumpliendo con la obligación que la vida le concedió como un ejemplar padre de familia. Y al ‘Güero’ reprobador, al que por cierto se le murieron sus abuelitos en el tercer grado de la primaria y a quien tuvieron que internar en una Casa Orfanato, me lo encontré también hace poco tiempo en un gran aeropuerto haciendo tiempo junto a su bella familia para abordar un avión y llevar a una de sus hijas a instalar en una ciudad de Europa, pues iba a cursar sus estudios de postgrado. Mi excompañero es un gran cirujano en el hopsital St, Jude´s de La Jolla, California.
Curiosamente coincidí con ambos recordé la honda huella que dejó la maestra Bertha y todos aquellos docentes a lo largo de nuestras vidas.
Después recordé al inolvidable profesor Alfonso Rodríguez Sánchez; un mexicano excepcional. Originario de Chilpancingo, Guerrero. Hombre disciplinado y patriota. A quien nunca le he podido expresar personalmente todo el adeudo por tantas semillas sembradas en este humilde servidor. Quizá nunca supe estar a la altura de tan grandes cimientos; de bondad, de nobleza, de entrega sin límites al servicio a los demás, de compromiso con el prójimo. Tan solo un ejemplo:
En junio de 1987 recibimos del oncólogo del Seguro Social, de aquel Hospital Regional de Zona # 49 de Mochis, la muy triste noticia de que mi madre, como muchas mujeres de Sinaloa, tenía -según los estudios- un ‘carcinoma ductural infiltrante’ en uno de sus senos, lo que resultó un golpe demoledor para mi padre, mi abuela (madre de mi madre) y nosotros sus tres hijos, en la mera adolescencia y viviendo una economía familiar ajustada en ese momento, cuando muchas familias de este país, depauperadas, cifrábamos todas nuestras esperanzas en el sistema de salud pública.
Luego de muchas intervenciones, gracias a la fé de mi madre (y a las oraciones y atenciones de mi padre), a la fé de mi abuela y al favor de Dios, mi madre se salvó; no murió entonces de cáncer; falleció hace seis años de un accidente cerebrovascular a sus 74 años de edad, pero en aquellos momentos, cuando mi padre se movía incesantemente en los trámites para conseguir a los ‘famosos donantes de sangre’ que en el Seguro Social es un trámite por demás anacrónico y engorroso, sin saber nosotros siquiera de que se le hubiera avisado, apareció milagrosamente en una de esas largas cirugías, el ‘profe’ Alfonso Rodríguez Sánchez, aportando con toda la discresión del caso, la sangre que mi madre necesitaba y poniéndose a la orden de mi padre ‘para lo que se ofreciera´. Un gesto enorme de mi ‘maestro’… convertido en todo un héroe. De esos muchísimos casos que no alcanzan el bronce de la historia, ni el rendimiento metálico del “servicio”.
Y qué decir de los grandes gestos de solidaridad de mi entrañable Maestro, mi director de la Primaria, el profesor Alfredo Martín del Campo; gran docente mexicano, ejemplar hoja de servicio en todo el norte de Sinaloa.
Martín del Campo me enseñó la importancia de hablar con el corazón, con la fuerza del ejemplo, con la puntualidad de la veracidad… no sé si lo aprendí; seguramente no lo aproveché lo suficiente. El Maestro tenía una ‘discapacidad’ digámoslo así (no contaba con su brazo derecho, debido a un desfortunado accidente en su juventud), pero eso no lo detenía para expresar con la emotividad del mejor ‘mimo’ del mundo, cualquier simple mensaje o hasta el más emotivo discurso del que se pueda uno imaginar; tenía premios de fotografía y no había actividad manual (con las manos, con los brazos, cargando cosas) en las que él, siendo el director de la escuela, no participara… siempre ponía el ejemplo a sus alumnos y compañeros: “El movimiento se demuestra andando mijito”, es la frase que me repitió muchas veces y que he tatuado en mi mente y en mi corazón.
Cómo olvidar tampoco a las maestras Lupita Ibarra de Sandoval, Martha Gómez Dueñas de Álvarez y Carolina Lugo Valencia de Medina. Grandes mentoras mexicanas.
Y desde luego, mención especial, merece mi maestro de Sexto Grado, el profesor Santos Rosendo Sandoval Martínez; un hombre recto en toda la expresión de la palabra. Serio profesional de la docencia, natural de La Paz, Baja California Sur, pero avecindado en Los Mochis desde sus primeros años del ejercicio profesional.
A Don Santos Sandoval le vivo agradecido por su generosidad y por su invaluable formación en esa etapa de mi vida. Un premio recibido por el suscrito en ese año de su existencia, el famoso “Viaje Ruta de la Independencia 1983”, que culminó con la visita de los mejores estudiantes de Primaria al C. Presidente de la República, en ese primer año de gestión del Presidente Miguel De la Madrid y del secretario Jesús Reyes Heroles, no sólo lo debo íntegramente a la preparación que el Maestro Santos me brindó desinteresadamente, sino que hay que decir también que el premio debió desde entonces compartirse de algún modo, con los maestros de todos esos alumnos.
Valdría la pena reconocer a los docentes que forman a esos estudiantes que ganan todas las etapas del concurso de exploración a nivel primaria, para detectar a los que ‘circunstancialmente’ obtienen los primeros lugares… porque el éxito es también de sus profesores.
Y cómo olvidar a tantos y tan grandes maestros en todas las etapas de la formación. Especialmente, a todos aquellos docentes del sistema de educación pública de este país. Merecería otra entrega el hablar del resto de mis maestros. Todos, sin excepción, parte de la educación que el pueblo de México me brindó, como a muchos millones de mexicanos… aunque suene grandilocuente y demagógico; también soy producto de la educación pública.
Un sistema del cual debemos sentirnos orgullosos y en lugar de pretender transformar en esencia con una reforma que penalice el corporativismo, debemos incentivar en su esencia curricular y contemplar por supuesto, la dignificación de la profesión del Maestro. Que con su percepción salarial tenga la posibilidad de tener una vida decorosa y al nivel de los demás profesionales de este país.
Porque no son peloteros de excelencia, ni especuladores de bolsa, ni productos de mercadotecnia disfrazados de histriones en la televisión, los que necesita este país y a los que hay que pagar en ‘exceso’ por sus servicios… hoy como nunca, se necesitan más y mejores maestros normalistas… A ellos hay que pagarles mejor y estimularlos por su noble función.
Mucho menos es digno ni moralmente funcional, que todos aquellos que están fuera de la ley, se enriquezcan ofensivamente sin pagar impuestos… Y mucho menos los que se dicen estar ‘dentro de la ley’, solapen el enriquecimiento de familiares y allegados sin castigo alguno, mientras se dicen defensores de la moralidad y ‘redentores’ de la honestidad valiente.
Porque no es posible que se pretendan experimentos al modelo educativo, en aras de la ideología, como ese que pretende la 4 T, donde según el cálculo absurdo de sus promotores, deberá “erradicarse al actual modelo educativo meritocrático, elitista, patriarcal y racista”.
Que porque con la nueva reforma educativa que ellos pretenden impulsar “los alumnos estarán preparados para “compartir y no para competir”.
“Así, los objetivos del modelo educativo nacional estarán orientados a los objetivos de la 4 T, donde no se compita en función de las habilidades y las aptitudes adquiridas en el proceso educativo, sino que cualquiera pueda hacer de todo y para todos”.
Sendas aseveraciones, cargadas de prejuicios ideológicos y de demagogia no púdieron ser más desafortunadas… y falsas.
Lo que no sabe el subsecretario Marx Arriaga -o tramposamente finge no entender-, es que al hablar de ‘competencia’, la redacción legal de la actual ley, del actual modelo educativo, se refieren al hecho de ser ‘competente’ en el sentido de las habilidades y aptitudes para una función determinada de la vida productiva y no al hecho de ser ‘competidor’ en una lucha o ‘competición’ cualquiera.
Vamos, hablamos del mismo verbo con dos acepciones diferentes: el verbo ‘competir’. El primero, alusivo a la acción y efecto de luchar entre varios individuos por un lugar, por la permanencia, prevalecencia o por la sobrevivencia misma. Y el segundo verbo, acción y efecto de pertenecer, incumbir, tocar o preocupar a o sobre el mismo tema o asunto.
Pretenden también suprimir penalidades como la repetición de grado cuando el educando no presenta maduración ni aprovechamiento mínimos suficientes o eliminar incluso la escala de calificaciones, medidas que de ninguna forma corresponden a la funcionalidad ni a la modernidad, pues es afuera, en el mercado laboral, nacional y del extranjero, a donde el estudiante convertido en técnico o profesional, se enfrenterá a los verdaderos y legítimos requerimientos del mercado, de este mundo tan convulsionado e interdependiente que vivimos en todo el planeta hoy día.
Porque de ningún modo los casos que presenté líneas atrás, recogidos de mi vivencia personal y desde los días más álgidos de mi tierna infancia, como los del “güerito nervioso de rancho que quedó en la orfandad” y del “chico disléxico” con problemas de la vista, representaron casos imposibles de resolver dentro del actual esquema del sistema educativo nacional, tomando en cuenta claro la mística y el nivel de compromiso de los profesionales de la educación como los que tuvo el de la voz.
Ambos casos pudieron ser conducidos por el camino del éxito en su formación profesional… no obstante provenir de esquemas adversos en el plano sociofamiliar y de la salud… con “todo en contra”.
De ninguna manera se formaron como profesionales insensibles, o clasistas o egoístas o ‘aspiracionistas’ vulgares. Estos dos ejemplos, son casos típicos de éxito en la educación popular de México.
Como los hay desde luego, también, en el sistema de educación privada.
En el caso de la educación pública, baste decir que en la formación del México moderno, la participación de los maestros… de los maestros rurales incluso, ha sido determinante, fundamental.
En el segundo cuarto del siglo XX, el maestro rural jugó un papel casi equivalente al de un apostolado.
De entonces a la fecha, todo el resto del siglo pasado y lo que va de este siglo XXI, la desigualdad social se ha venido combatiendo de algún modo con la educación como instrumento para el ascenso social pacífico y legítimo.
El descontento ciudadano surgido de los grandes pendientes de la agenda pública nacional, se han venido conteniendo y encauzando por las vías institucionales y pacíficas.
Sólo quien no haya pisado una escuela pública o no lo haya hecho ‘como es debido’, no puede estar de acuerdo en que el país tiene un futuro, el de las nuevas generaciones y que, como en el resto del mundo, está fincado en la paz y en la educación… no en la confrontación, no en la conflagración… no en la lucha fratricida entre hermanos.
Porque en la escuela pública mexicana, el hijo del obrero, el hijo del desempleado, el hijo del artesano, el hijo de la madre soltera, el niño sin padres, el ‘ahijado’ del sacerdote… todos sin excepción, han sido recibidos sin condicionamiento alguno.
Siempre con un mismo afán: aspirar al perfeccionamiento humano por la vía de la educación, de frente a la realidad y al valor de cada uno de los individuos (educandos) en particular, pero en el marco de la reglamentación científica y tecnológica vigentes en el mundo y en la inteligencia de que conformamos una nación plural y diversa, aunque única en la nobleza y la generosidad del gran pueblo que la integra.
Aunque tarde pero con mucho aprecio, este humilde reconocimiento a todos los Maestros de México.
Que Dios los bendiga.
Autor: Héctor Calderón Hallal
@pequenialdo; hchallal99@gmail.com