Luis Farías Mackey
El informe presidencial es una obligación constitucional propia de la división de poderes.
El Ejecutivo, entre los tres poderes de la Unión, es el encargado de ejecutar la acción de gobierno, disponer puntual, eficaz, eficiente y oportunamente los recursos, atender las necesidades, problemas y emergencias del pueblo y garantizar su seguridad.
El informe es un acto de rendición de cuentas ante la soberanía nacional representada en el Congreso General: diputados y senadores. No es un acto monárquico ni absolutista, es un evento —debiera ser, al menos— republicano.
No es un rito protocolario, es una obligación política; y no es un acto del Ejecutivo, lo es del Legislativo donde el primero funge como obligado.
Dar un informe presidencial en Palacio Nacional, ante el gabinete, para repetir los lugares comunes y muletillas narrativas de todas las mañaneras, confirma el talante imperial y cortesano de presidente y su gabinete.
En el absolutismo, la Corte, integrada en su mayoría por nobles beneficiados por el monarca, fungían funciones en torno a la persona real. Por supuesto había quienes se encargaban de la hacienda pública y la guerra, pero la mayoría de la nobleza cumplía funciones más mundanas y personalísimas. Había nobles encargados de los vestuarios del Rey y la Reina, de la educación de su prole, de la comida, del vino, del peinado, de la cama, de los caballos y carrozas reales, de la panadería real y hasta de la bacinica del Rey y las de su familia.
Los encargados de tales honores se peleaban por ellos y por la cercanía del monarca. Tener el privilegio de olfatear, cuidar y disponer de sus heces reales era un problema de Estado de similar calado que la seguridad de las fronteras y, seguramente, el noble que mereciese tal honor, veía e influía más en el desempeño del Rey que el más alto mariscal del ejército o el responsable de las finanzas del reino. Los equilibrios de poderes en la Corte y los afectos reales eran más importantes que cualquier asunto de Estado. Algo así como la tormenta de corcholatas por no asistir a una reunión de fieles e infieles al Senado.
La República acabó con ello, se supone. Pero los atavismos son muy necios y de cuando en cuando, pulsaciones absolutistas resurgen de su tumba en reclamo de los favores y adulación del poder.
Un jefe de Estado encerrado en su Palacio, aislado del mundo, viviendo de escenario en escenario, con audiencias cautivas y amaestradas no hace República. Una mañanera, aún con los murales de Diego por escenario, no hace informe. Menos República.
Y en eso no puedo más que coincidir con el único mensaje rescatable del presidente López Obrador en la publicidad personalizada de este simulacro de Informe Presidencial: no son iguales.