CUENTO
En un reino muy, muy lejano, existió alguna vez un rey que tuvo seis hijos, los cuales todos eran homosexuales. La mitad de ellos no eran para nada obvios, mientras que los otros tres sí.
Estos últimos no solamente eran gays, sino que además se sentían mujeres. Sus modales eran muy amanerados, muy finos, como los de las mujeres ricas y muy delicadas.
Un día, cuando la madre de ellos murió, el rey se puso muy enfermo. Pasado un tiempo, todo su ser se llenó de tristeza y melancolía. Sus seis hijos, como hijos de mami que siempre habían sido, se sintieron muy perdidos. Ya no tenían a la persona que siempre los había apoyado.
Y ellos sabían, siempre lo supieron, que el rey jamás aceptaría “sus condiciones bizarras”. Además, si todo el pueblo de este reino se llegaba a enterar que todos ellos eran lo que eran, seguramente que enseguida mandarían a pedirle al rey que les diese muerte, una muerte atroz. Así que, sin más tiempo que perder, los seis empacaron sus pertenencias, se subieron a sus caballos, y luego se largaron… lejos, muy, muy lejos.
Los siglos pasaron y el rey se volvió un anciano. Los tiempos habían cambiado un tanto. La homosexualidad -antes vista como una cosa del demonio y de personas degeneradas- ahora ya era aceptada por todo el mundo como algo normal.
Pero para el rey ya era demasiado tarde. Sus seis hijos hacía ya muchos siglos que se habían largado, quién sabe a dónde. Y, triste por saber que ya no debía de quedarle mucho tiempo de vida, no dejó de sufrir. En las noches, cuando le tocaba acostarse, solo y sin ninguno de sus hijos cerca de él, enseguida se ponía a llorar como un bebé. Abrazándose a una de sus almohadas, su alma entera se deshacía en un mar de lágrimas.
La peor parte de todo era que él sabía que muy pronto necesitaría de un sucesor al cual poder cederle la corona del reino. Pero, para su gran pesar, no sabía dónde encontrar a uno, tan siquiera a uno de sus seis hijos.
“…Al menos debo de intentarlo”, meditó el rey una noche en que observaba las estrellas desde su balcón. Su rostro, tenso por la preocupación, por un instante se suavizó. Su corazón, que latía a toda prisa, poco a poco se fue calmando. Su alma experimentó un destello de esperanza.
Apenas llegar la luz del nuevo día, el rey mandó a uno de sus sirvientes a anunciar por todo aquel reino que buscaba a un hombre muy valiente para hacer una hazaña de grandes proporciones.
“Al que lo logre, le pagaré una suma muy cuantiosa de dinero”, fue repitiendo con voz muy fuerte el empleado del rey a través de las calles por donde iba pasando. Las gentes, hombres y mujeres, al escucharlo, intercambiaban miradas de asombro. Nadie podía entender de qué se trataba todo aquello. Algunos hombres, que se le acercaban al sirviente a preguntar por más detalles del asunto, solamente recibían por respuesta un “el rey se los dirá, si se presentan al castillo”.
Pasó una semana y nadie se presentó a dicho lugar. El rey entonces se sintió mucho más triste que antes. El sirviente, el mismo que había ido a hacer el anuncio por todo aquel reino, al verlo cabizbajo, se acercó hasta él para tratar de animarlo. “Solo ha pasado una semana…”, le dijo. Luego lo dejó solo.
Los días y las noches se fueron sucediendo, una detrás de la otra, pero el rey solamente no veía a nadie llegar hasta su castillo. Su desesperación aumentaba, conforme veía a las horas irse acumulando en su espera.
“¿Qué clase de padre he sido?”, se recriminó una noche, mientras hacía todo lo posible por retener más tiempo sus lágrimas. Su corazón sentía un dolor terrible. ¡Cómo era posible que ahora estuviese él en esta dura situación de hombre y padre! Desde luego que no podía entenderlo, por más que le daba una y mil vueltas al asunto.
Pasado ya casi un mes, el rey pensó que lo mejor que podía hacer era ya dar por terminada su espera. Sin más tiempo que perder, llamó a su sirviente más cercano. Apenas lo tuvo enfrente, el rey se puso a darle varias indicaciones. “Quiero que traigas a un notario. Necesito dictarme mi testamento…”.
El rey ya había resuelto dejarle la mayor parte de la riqueza de su reino a sus caballos. A sus sirvientes, les dría una pequeña suma de dinero. A su pueblo; a éste solamente le dejaría su castillo. Cualquier persona podría, después de su muerte, venir a hacer pic nic en cualquiera de los muchos cuartos, o sobre cualquier punto de su inmenso jardín.
Sin más remedio que retirarse a su cuarto, para morir de tristeza y melancolía, el rey hizo acopio de todas sus fuerzas para no desfallecer, mientras esperaba al notario. Solamente una visita más era la que tendría que atender, para después encerrarse entre aquellas cuatro parades, donde él y su esposa habían creado a sus seis hijos.
Pasada media hora, el rey escuchó el ruido de una trompeta, la cual anunciaba que alguien había llegado a la puerta de su castillo. “Ya está aquí”, pensó, refiriéndose al notario. Cansado por su melancolía, el rey se dio cuenta que no podría bajar todas aquellas escaleras. Sentía ya no tener fuerzas ni para levantarse de su asiento.
Por lo tanto, esperó a que su sirviente viniese hasta su cuarto para darle las ordenes de “Anda y tráelo aquí”. El sirviente subió, escuchó y nuevamente bajó, casi corriendo. Temía que su amo pudiese morir en cualquier instante. De suceder eso, no habría ningún documento que pudiese dar prueba de lo que el rey ya le había comunicado: “A ti, y a todos los demás que me habéis servido durante muchos años, os dejaré una suma importante de dinero…”
“¡Suba! El rey lo está esperando”, dijo el sirviente al supuesto notario, que iba vestido de manera muy elegante. Segundos después, el rey indicó al personaje: “Tome asiento, que a continuación le dictaré”. Al ver que el hombre debía de tener unos treinta cinco años, cuando mucho, el rey solamente pensó: “¡Pero que notario tan joven! Le preguntaré si ha sido mandado por el señor Ladrón”. El señor Ladrón era su abogado y notario personal.
“¿…Que si he sido mandado por quién…?”, preguntó confundido el hombre. El rey se puso a explicarle todo el asunto: que había mandado a traer a su notario para dictarle su testamento, porque que ya no tenía hijos al cual heredarles todo su reino.
Entendiendo ya todo el asunto, el hombre se puso a explicarle a rey que él no era ningún notario, y que, si había venido hasta aquí era por lo del anuncio que había comunicado uno de sus sirvientes por todo el pueblo.
El rostro del rey, que hasta este entonces había estado totalmente desencajado, súbitamente se recompuso. Su cuerpo también hizo lo mismo. Como si de un milagro se tratase, su figura, antes desgarbada, volvió a recuperar su gallardía.
“¡Vaya!”, exclamó el rey, mientras invitaba al hombre un trago de whiskey. “¡Qué bonita sorpresa!” “¡Ya había dado por terminada mi espera…”
Sentado sobre aquella silla forrada con terciopelo rojo, el hombre le dijo al rey que se llamaba “Frido”. También le dijo que le gustaban mucho los retos difíciles, así como también resolver acertijos muy complicados. El rey, sin nada que responder, solamente se limitó a sonreírle. Se sentía más que feliz. Por fin alguien iría en busca de sus seis hijitos…
Una semana después, Frido se marchó para ir en busca de los seres amados del rey. Éste le contó al joven el por qué sus hijos se habían marchado. También le dijo que eran… gays: palabra que Frido disimuló no haber escuchado El rey dijo que se sentía muy arrepentido. Así que, si el hombre lograba traerlos a todos de vuelta, o al menos a uno, le pagaría una enorme suma de dinero.
Frido, que estaba acostumbrado a los grandes retos, se fue sonriendo. Durante el primer día de su travesía, no paró de pensar en lo fácil que le resultaría lograr su objetivo. Después de eso sería un hombre rico.
Sin embargo, no imaginó que en el camino tendría que luchar a muerte con monstros y demonios, a los cuales, algunas de las veces, les gustaban mucho los hombrecitos con las costumbres y maneras de los hijos del rey…
Su búsqueda duró seis siglos. En su camino, en muchas ocasiones llegó a casi perder la vida. En un lugar llamado “Estamos Jodidos” casi lo matan por unos monstros llamados “Minute men”. Mientras atravesaba toda la frontera, para así buscar a los hijos del rey en este lugar, Frido tuvo que correr y esquivar las balas que disparaban las pistolas de aquellos monstros.
En la China, Frido no solamente tuvo que luchar con un demonio de nombre “Covid”, sino que también con miles de millones de cámaras, que lo persiguieron sin cansarse jamás. Aquellos monstros, con una lente en el centro de sus horribles cuerpos, lo atosigaron y lo torturaron hasta casi dejarlo “desnudo”. “¡Te estoy viendo, TE ESTOY VIENDO!”, gritaron en los oídos del pobre Frido. Pero he aquí que él salió victorioso en su lucha con estos monstros… En otro lugar, llamado “Komala”, unos seres más malvados que el mismo diablo de la biblia casi lo descuartizan en pedacitos. Pero Frido, como siempre, logró vencer con su valentía a esos seres horrendos llamados: “Sicaries”.
Batalla tras batalla, Frido fue reuniendo con todo su temple de guerrero invencible a los seis hijos del rey, los cuales se llamaban “Ano 1, Ano 2, Ano 3; etcétera. “Bonito nombre. Muy originales para hombres de su clase y tipo”, reflexionó Frido cuando el rey se lo reveló aquel día.
En cada ocasión que Frido logró encontrar a cada uno de los seis, les hizo saber que su padre era quien lo había enviado. “Me ha dicho que les diga que ahora sí los acepta como son, que pueden regresar hasta él. El rey los espera con el corazón en la mano. ¡Créanme que está muy arrepentido de no haber sabido comprenderlos antes! Me lo ha dicho él mismo…”
Como Jesucristo, haciendo su entrada por Jerusalén, Frido y los seis hijos del rey hicieron su entrada por aquel reino una mañana de junio. Montados en sus respectivos caballos, los siete personajes de esta historia se veían radiantes. Sus cuerpos parecían despedir un brillo indescriptible.
Las gentes de todo este pueblo: niños, hombres y mujeres; al verlos pasar, galopando lentamente, como si de Lady D en el día de su desdichada boda se tratase, los saludaban, agitando brazos y manos. Algunas mujeres hasta lloraban por ver tan bonito acontecimiento.
El rey, que se encontraba esperándolos desde lo alto de uno de sus balcones frontales, apenas divisó sus figuras a lo lejos, levantó una de sus manos y se la llevó sobre su corazón; luego entonces dijo, rebosante de alegría: “¡MIS HIJOS! ¡MIS AMADOS ANITOS!” Sus ojos amenazaban con dejar salir sus lágrimas. Pero esta vez no se trataban de lágrimas de dolor, sino que de felicidad…
A partir de este instante, Frido fue conocido en todo este reino como “El Señor de los Anitos”. Y, aprovechando que la bisexualidad ya tampoco era vista aquí -y tampoco en el resto de aquel mundo- como una cosa del demonio; en el festejo de la coronación del nuevo rey, que tuvo su lugar un mes después, Frido aprovechó la ocasión para anunciar que, mientras los hijos del rey y él hacían su retorno hasta este lugar, su corazón, sin así planearlo o pensarlo, se enamoró de uno de los seis hombres.
El pueblo, que había sido invitado a dicha fiesta, quiso saber de cuál de los seis se trataba. Frido, parado frente al micrófono, no quiso anunciarlo con su voz. En vez de eso, se le ocurrió hacerlo de una manera muy original.
Haciéndose un poco hacia atrás, Frido miró a los seis hijos del rey. Éste, que seguía sentado en el trono que en unos instantes más cedería a su nuevo y joven heredero, también lo miró como todo el resto de aquel pueblo: ¡Atento, sin perder detalle de sus movimientos!
Segundos después, que más bien les parecieron una hora a todos los presentes, Frido, con el cuerpo erguido, caminó hasta donde debía. Los hijos del rey se encontraban parados juntos, creando así una fila muy bonita. Todos llevaban puestos sus trajes elegantes de soldados, a pesar de que nunca habían combatido en ninguna guerra ni nada parecido. ¡Eso era lo de menos!
Lo que ahora en verdad importaba era que Frido los había traído de regreso a su padre, aquel rey que siempre había sido un gobernante muy bueno para su pueblo. Todos lo amaban. Y ahora también amarían a sus seis hijos homosexuales. El mundo sí que había cambiado mucho.
Así que, sin hacer esperar más a los presentes, Frido dio unos pasos hacia adelante y; con los ojos brillándole de orgullo, besó los labios de Ano 1. A continuación, miles de aplausos se hicieron escuchar. Todo era emoción y festejo ahora. El rey, sacando un pañuelo, se secó unas cuantas lágrimas. Su alegría y su felicidad eran tales que solamente sintió que su cuerpo reventaría. “¡Ya tengo un heredero y… un yerno…!”, observó con júbilo.
Luego, levantándose de su trono, caminó hasta su hijo y su futuro yerno, a los cuales estrechó sus manos… “Felicidades, querido hijo…”. “Felicidades… Frido”.
Y todos vivieron felices… hasta que murieron.
FIN.
Anthony Smart
Septiembre/18-22/2022