* Dar tareas de seguridad pública al Ejército implica un riesgo que se pensaba superado de dar manga a ancha a las fuerzas armadas; la historia da malas referencias al otorgar tanto poder a las fuerzas armadas pues esto derivó en golpes de Estado en los años 70s en países como Argentina y Chile. En México aún no se castiga a los responsables del 2 de octubre de 1968, ni el Jueves de Corpus del 10 de junio de 1971
SILOGISMOS
Por Antonio Ortigoza Vázquez / @ortigoza2010
Especial Expediente Ultra
En México vivimos una época terrible. A “posteriori” se le ha denominado “La Guerra Sucia”. Fue cuando en plena tensión entre Estados Unidos y el Bloque Soviético, jóvenes (y no tan jóvenes) intoxicados por la ideología totalitaria, con lecturas mal digeridas, se lanzaban a “una gesta heroica” para deponer al gobierno y, acto seguido, instaurar un “régimen revolucionario”. Cuba y los mistagogos, Fidel Castro y el “Che” Guevara eran el paradigma del héroe inmaculado.
Eran pequeños grupúsculos, nunca lograron, ni en lo mínimo, captar simpatías del grueso de la población. Pero, inspirados en Lenin, “El Che” y los anarquistas rusos de principios del siglo XX, aplicaron “el terror revolucionario”: asaltos a bancos, asesinatos de policías callejeros y, lo que hizo exasperar a los altos niveles del gobierno: secuestros, y a veces asesinatos, de prominentes personajes de la política y/o la empresa privada.
El gobierno no aplicó la ley. Organizó grupos que combinaron lo mismo militares, que agentes de la judicial federal y de la federal de seguridad. Actuaron con total libertad para investigar, detener, enfrentar a los “guerrilleros”. Tenían carta blanca, y muy pocos eran detenidos y procesados.
En la mayoría de los casos, solo se daba cuenta de “muertos en acción”, inclusive se dictaminaban “suicidios” con muchachos con un tiro en la nuca.
Era la “Guerra Sucia” en su punto más negro.
Ahora vivimos otra situación, quizá mucho más grave, porque amenaza con azotar a todos los ciudadanos por igual.
Desde la década de los años 80, el gobierno, a la chita callando, prohijó el surgimiento y crecimiento de bandas de narcotraficantes. Con las arcas nacionales quebradas por derroches y programas aberrantes, la deuda externa llegó a niveles de impagable.
Urgían dólares y los narcos los generaban por toneladas.
Pero llegaron al grado de hacer peligrar la seguridad nacional.
¿Volveremos a lo mismo, con el Ejército facultado para hacerse cargo de la seguridad por seis años más?
Solo imagine, que soldados y marinos disfrazados de Guardias Nacionales traspasan armados la puerta de su hogar a medianoche y lo toman en vilo para llevarlo a algún lugar desconocido.
Usted no sabe a dónde fue llevado. Tampoco lo saben sus familiares. Tampoco sabe usted de qué se le acusa. En su arresto —en realidad, un secuestro— ignora de qué se le acusa o por qué se le ha secuestrado.
Algo similar se vivió en Sudamérica con las dictaduras en Argentina y Chile.
Durante su secuestro —incomunicado— alguien lo va a ver y le dice que se le hallaron estupefacientes o sustancias psicotrópicas en su casa y que, incluso, hasta armas de uso exclusivo del Ejército que fueron usadas en una masacre.
Transcurren así varios días. En su secuestro se le mantiene despierto todo el tiempo —o con mucha luz artificial o con total obscuridad—, sin alimentos ni líquidos. Se le insulta. Y veja.
No hay interrogatorios. De repente, un soldado/marino/GN de mal manera y probablemente de perversa calaña intenta inducirlo para que usted acepte y confiese haber incurrido en algún delito que se les ocurra y le achaquen a usted.
Usted piensa y piensa. “¿Qué hice?”, se inquiere repetidamente… “¿Por qué me hacen esto?, se pregunta obsesivamente. “¿A quién he perjudicado con mi conducta o mi trabajo?”, vuelve a inquirirse.
“¿Y quién me acusan y de qué y por qué?”, insiste usted. Pero nadie le dice nada. Su visitante —el que trata de inducirlo a confesar un delito— ignora sus preguntas.
¿Imposible? ¡Imposible! Esa sería, predeciblemente su respuesta. Ello —añadiría usted— no es posible en un estado de derecho como el que, nos dice el Presidente de la República, existe en nuestro país.
Eso sólo ocurrió en la España de Francisco Franco o en Chile —el de Augusto Pinochet—, a quienes la historia ya situó en el infierno por su crueldad extrema y su sadismo sin límite. Ellos mataron a miles.
Y mataron por placer, como los dictadores milicos argentinos —precedidos por la civil patética Isabelita Perón— mediante guisas infames: secuestrar, desaparecer, torturar. Matar por gusto, pues.
Su mente se resiste a admitir eso. “No me dedico a nada ilícito: no soy narco ni delincuente de cuello blanco, pago mis impuestos, voto, cumplo mis deberes…”, se dice usted a sí mismo. “A menos que…”
A menos que alguien en el poder —en el aparato del Estado y el Gobierno— o algún poder, de esos que crecen bajo el amparo de la complicidad e impunidad, se haya transformado en un colérico verdugo por lo que hago, que es escribir y criticar cómo se ejercen los abusos de poder.
Y, de súbito, cae usted en la cuenta de los móviles de secuestro, los delitos que se le imputan al abducido y el tratamiento que se le da en su confinamiento.
“¡No puede ser!”, rechaza usted, ello.
Secuestrar, torturar, asesinar, descuartizar—matar, pues— y desaparecer, para reprimir la verdad develada o, lo que es peor, reprimir a aquellos sospechosos de ser contrarios. Sólo sospechosos. Sin pruebas.
En México ello no es sólo posible, sino probable, pues en los hechos ya está ocurriendo. En la práctica, ha ocurrido —ya ocurrió— desde hace muchos sexenios.
Sin duda es un sucedido objetivo.
Han habido sexenios manchados de sangre —los de Días Ordaz, Luis Echeverría, Carlos Salinas… hasta Peña Nieto— por secuestrar, desaparecer, torturar y asesinar a quienes disentían en la lid política-social o en los medios difusores.
Eso no puede repetirse.