* El culmen de la angustia es descubrir que todos los humanos somos potencialmente violentos, como se muestra en el comportamiento de sacerdotes que abusan de los niños, o como se descubre en los cementerios canadienses donde aparecen los cuerpos de las víctimas del racismo de los internados educativos
Gregorio Ortega Molina
La otra vertiente de la angustia como compañera de cama está en la violencia y sus daños colaterales. Las muertes de civiles tirados en las calles, colgados de las puertas de los vehículos o asesinados en los salones de clase, llena los medios de difusión en Internet y afecta nuestro estado de ánimo.
Los caídos en Uvalde, Texas, en las calles de Ucrania o dentro de distintos palacios municipales de Michoacán, o la masacre de miembros de la familia Lebaron, no son diferentes. Nos convierten en parte de escenarios similares con distancias de miles de kilómetros entre ellos. Efectivamente el mundo es un pañuelo, ahora desechable por estar empapado de sangre inocente, de seres humanos que fallecieron porque sus gobiernos se muestran incapaces de garantizar la seguridad pública o porque fueron impotentes para evitar una invasión.
No se ve solución inmediata para pacificar al mundo, y todavía puede intensificarse la violencia y elevar el costo en muertes de civiles, de inocentes. Los estadounidenses desean portar armas, los cárteles necesitan acrecentar sus ingresos y Putin requiere, por fuerza, controlar el granero que es Ucrania, como productor de alimentos y fuente de energía. En consecuencia, las migraciones se intensificarán, y los que huyen de la muerte la llevan en su magro equipaje. Equivale a la moneda para Caronte. Estigia se extiende por el mundo.
Es imposible controlar los efectos contaminantes de la violencia. Está en los programas de entretenimiento, en los juegos de los niños, en la literatura. Me resultó imposible terminar la lectura de Salvar el fuego, novela en la que Guillermo Arriaga nos ofrece un muestrario de las crueldades humanas, aunque no olvida las bondades. Quizá la llave de esa descomposición está en la manera en la que un padre decide “educar” a sus hijos para supuestamente ayudarlos a transitar por este mundo.
Imposible negar que los penales del mundo distan mucho de ser “correccionales”. Pocos, muy pocos, recuperan su libertad para huir de su pasado y rehacerse en silencio y en el olvido. Incluso los que fueron encerrados por pobres e inocentes salen a ver quién se las paga, no quién se las hizo.
El culmen de la angustia es descubrir que todos los humanos somos potencialmente violentos, como se muestra en el comportamiento de sacerdotes que abusan de los niños, o como se descubre en los cementerios canadienses donde aparecen los cuerpos de las víctimas del racismo de los internados educativos. Así es nuestro mundo.
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