EL LIMPIA CULOS (PARTE II)
Era el año 2022. Anthony -quien ya llevaba solamente dos meses trabajando como “limpia culos” en el Country Club de La Sucia Mérida- se había ganado la admiración y cariño de varios hombres, a quienes todos los días les limpiaba sus respectivos agujeros.
Esa mañana del 24 de diciembre, todo marchó normal. Ya en la tarde, las cosas empezaron a cambiar un poco. El ambiente navideño había comenzado a sentirse un poco más.
Los hombres, que entraban y salían de la sauna y de los baños, se saludaban y se felicitaban entre sí. Anthony, sentado en su lugar, permanecía quieto, a la espera del siguiente hombre al cual -apenas acercársele hasta él- le limpiaría el culo.
Las horas de la tarde pasaron, como debía de ser. Al dar las siete, un hombre de unos sesenta y cinco años, y que era uno de los más ricos y guapos que acudían a este lugar, se le acercó a Anthony.
Hacía más de media hora que Anthony le había secado y limpiado el culo. Por lo tanto, ahora él ya se había vuelto a poner otra muda de ropa.
Medía como un metro con ochenta y cinco centímetros, y tenía una figura aristócrata. Era indeciblemente atractivo. Su pelo era totalmente canoso. Su mirada irradiaba alegría, y su sonrisa, de dientes muy blancos, era simplemente hermosa y perfecta.
“¡Hola, Anthony!”, saludó el hombre cuando se le acercó.
“Hola”, devolvió Anthony el saludo, secamente.
“Me gustaría invitarte a mi casa esta noche. Mi esposa, mi hija, mi hijo y yo cenaremos juntos, y me gustaría mucho que tú nos acompañaras”.
“¿Y eso por qué?”, preguntó Anthony extrañado.
“Porque me caes muy bien”, respondió el hombre. “Y, demás, ¡siempre me has limpiado el culo de maravilla!”
Anthony enseguida bajó la mirada. Pasados unos segundos, levantó el rostro y miró hacia los ojos del hombre. Moviendo su cabeza, de un lado para el otro, pareció decirle así: “¡Qué fastidio!”
Mostrándole su hermosa sonrisa, el señor le preguntó:
“¿Qué dices? ¿Aceptas?”
Anthony dudó un instante. Odiaba a más no poder ese tipo de eventos; y más si habían más de tres personas. “Seremos mi esposa, mi hijo, mi hija y yo”, recordó.
“No sé”, musitó, al cabo de unos segundos.
“¡Vamos! ¡Anímate!”, exclamó alegremente el señor. “¡Te la pasarás muy bien!”
Anthony nuevamente volvió a dudar. El hombre, sin esperar respuesta por parte de él, añadió:
“¿Qué te parece si te mando a buscar con mi chofer, como a eso de las nueve? ¿Te parece bien?”
Anthony otra vez se puso a pensar. Después de unos segundos de silencio, dijo:
“No se preocupe. Contrataré uno de esos taxis donde a veces matan y violan a personas. Iré. Gracias por invitarme”.
“De nada, ¡muchacho! Te estaré esperando con mucho gusto”.
El hombre se dio la vuelta y se fue andando. Anthony lo siguió con la mirada, hasta que lo vio desaparecer por uno de los pasillos laterales.
Una hora más tarde, Anthony llegó a su pequeño departamento. Se sentía más que deprimido. Se sentía asqueado del mundo y de la vida misma. Le había sucedido tanto, que a veces solamente no sabía cómo ponerse de pie cuando otra vez amanecía.
Faltaba todavía una hora para la cena. Pero Anthony no sentía ninguna gana para ir. Sintiéndose completamente abatido en su interior, alargó su brazo para buscar en la bolsa de su camisa la tarjeta con la dirección de la casa del hombre.
“¡Mierda!”, exclamó, luego de haberlo pensado un largo rato. “Tengo que ir”. Y así lo hizo.
Tres cuartos de hora más tarde, vestido con su sudadera roja “Jansport”, su pantalón corto “Columbia”, sus calcetas blancas y sus sandalias “Teva”, con tiras de color negro y verde, Anthony subió los escalones que conducían hasta la enorme puerta de la todavía más enorme mansión de aquel empresario.
“Ding, dong”, sonó el timbre, cuando Anthony lo apretó.
“¡Anthony! ¡Hola!”, lo saludó efusivamente el empresario. “¡Pasa, muchacho!”, lo invitó.
Anthony entró y el empresario nuevamente volvió a cerrar la puerta.
“¡Norma Jane!”, gritó. “¡Mira quién llegó!”
La esposa del hombre, que se encontraba en la cocina, asentó la cuchara y luego fue hasta donde se encontraba su esposo. Apenas ver al invitado, lo saludo, también muy efusivamente:
“¡Hola, Anthony! ¿Cómo Estás?” Sin darle tiempo a Anthony para responder, se puso a decir: “¡Mi esposo me ha habado mucho de ti! Dice que eres un gran escritor…”
Escuchado lo anterior, Anthony se extrañó muchísimo.
“¿Y cómo ha sabido él que yo escribo?”, se preguntó mentalmente.
La mujer, sin dejar de mirarlo con mucho interés, y al ver que Anthony permanecía sin hablar, siguió hablando:
“¡Me ha contado mucho de tus cuentos que publicas en…!”
Volteando hacia su marido, quien ahora se servía una poca de vino tinto, la mujer le preguntó:
“Amor. ¿Cómo se llamaba aquel sitio donde siempre has leído los cuentos de Anthony?”
El hombre, luego de darle un sobro a su copa, se acercó a su mujer. Y entonces le dijo:
“Índice Político, amor”. “¡Índice Político!”
“¡Eso!”, replicó su esposa. “¡Índice Político!” “¡Gracias, amor, por recordármelo!”
Anthony al instante sintió muchas ganas de vomitar al escuchar tantas frases cursis por parte de aquellos dos.
Deprimido hasta el hartazgo, y decepcionado por haber jamás logrado algún reconocimiento como escritor de cuentos, Anthony no supo qué hacer ahora para soportar los instantes que ahora mismo estaba viviendo en este lugar.
Cada vez que una persona le demostraba algo de interés o cariño, él solamente terminaba odiando a esa persona. Y ahora, con la mujer de este empresario, no era la excepción.
Anthony había comenzado a sentir odiar a esa mujer. En su interior de niño traumado, sentía aborrecer a más no poder este tipo de demostraciones hacia su antiguo trabajo como escritor de cuentos.
“¡Juro que si sigue hablando así, la mato!”, pensó Anthony a manera de broma. Por suerte que la mujer ya se había callado. Ahora ella se encontraba otra vez en la cocina.
“¡Ven, Anthony!”, dijo el empresario. “¡Vayamos a sentarnos un rato, mientras mi mujer termina de preparar el pavo!”.
Los dos entonces fueron y se sentaron en la sala. Anthony se sentó en el sofá, mientras que el empresario lo hizo en un sillón.
Después de unos segundos de estar sentado, Anthony comenzó a pasar, en cámara lenta, su mirada por todo este lugar. Mirando el tamaño de este cuarto, solamente atinó a pensar:
“¡Pero qué monstruosidad de lugar!” “¡Esto es más enorme que la puta arca de Noé!”
“¿Estás cómodo, Anthony?”, quiso saber el empresario. Anthony, asentando sobre la mesa de cristal su vaso con refresco de cola, solamente emitió un: “Ajá”.
Después, como siempre solía sucederle, cuando se ponía algo nervioso, empezó a mover su cabeza. Los movimientos eran imperceptibles para su acompañante.
Sentado en su lugar, Anthony solamente no podía creer estar aquí y ahora en la suntuosa mansión de este empresario millonario.
Él siempre había detestado a las personas como él. Anthony siempre había pensado y creído que personas así, con mucho dinero, jamás sabrían o conocerían lo que era tener preocupaciones de ningún tipo. ¡Ni qué decir de hambre o sed!
Sin poder evitarlo, Anthony trajo a su mente el recuerdo de cuando era un niño. Había sucedido una vez en que su madre había cocinado carne de puerco. A Anthony siempre le había gustado mucho comer este guiso, que su madre siempre le servía con frijol colado. Esta siempre había sido una de las comidas favoritas de él.
Aquel día, había deseado seguir comiendo un poco más. Porque seguía sin llenarse. Pero, viendo que en aquella sartén solamente quedaba poca carne, y recordando que sus demás hermanos todavía no habían comido, Anthony al instante tuvo que retenerse de tomar uno o dos pedazos más de aquella carne asada.
Anthony estaba tan absorto en sus recuerdos de infancia, que jamás escuchó cuando el empresario le presentó a su hija. Ésta era rubia, alta, elegante y también muy hermosísima. Y ahora se encontraba parada frente a Anthony.
“¡Perdón!”, enseguida se disculpó Anthony cuando reaccionó. Después, rápidamente, se puso de pie para saludar a la joven.
“¡Hola! ¡Soy Anne!”, dijo ella.
“Ho… ¡Hola!”, replicó Anthony. “Soy… Anthony”.
“¡Mucho gusto, Anthony!”
“I… ¡Igualmente!”
Después, al ver a la joven sentarse sobre el apoya manos del sillón de su padre, Anthony se puso más nervioso que antes. ¡Detestaba a más no poder el contacto o la cercanía muy próxima de desconocidos! Para completar su malestar, la joven no paró de mirarlo.
Anthony comenzó a sentirse sofocado. De repente le dieron ganas de salir corriendo de este lugar. Pero no se atrevió. En vez de hacer eso, se esforzó por digerir estos instantes que ahora estaba viviendo.
“¡Mierda!”, exclamó. “¡Por favor, no!”, rogó para sus adentros, cuando miró que la joven abría la boca para comenzar a decir:
“Mi padre me ha contado que… eres un gran escritor”.
“¿Otra vez con lo mismo?”, pensó asqueado Anthony.
“Bueno”, replicó. “Si él te lo ha dicho, yo no tengo nada que objetar”.
“¡Vamos!”, lo amonestó la joven. “¡No seas tan modesto!” Luego añadió:
“¡No solamente lo dice él!” “¡También lo digo yo!”
“¿Cómo?”, Anthony quiso preguntar. Ahora él parecía fulminar con su mirada a la muchacha.
Ésta, viendo esa expresión en sus ojos, inquirió:
“Anthony. ¿Por qué te molesta tanto que te lo digan…?”
Anthony no pudo evitar hacer una cara de disgusto. Librando en su interior una batalla de sentimientos de asco y repulsión, pasados varios segundos, al fin se atrevió a preguntar:
“¿Lo dices en serio?”
La joven enseguida respondió que sí.
“Pero si no has leído nada de lo que he escrito”, se defendió Anthony.
“¡Ah! ¡Cómo no!”, objetó enérgicamente la joven. “¡Claro que he leído varios cuentos tuyos!” Y, sin darle tiempo a Anthony para una contestación, ella siguió diciendo:
“Leí tu cuento, titulado “En Busca Del Hijo Perdido, y créeme que me pareció ¡una historia estupenda!”
Anthony hizo una mueca de indiferencia. Ella entonces continuó con su discurso:
“Créeme que al ir leyendo la historia de la pobre Betsy, sentí mucha tristeza, pero al mismo tiempo también mucha alegría por ella. ¡Sobre todo en la parte cuando, desde lo alto del Empire State, ella al fin logra encontrar a su hijo, caminando allá abajo…”
“¡Mierda!”, exclamó Anthony después de haberla escuchado. “No está mintiendo. ¡Ha leído el cuento!”
“¿Ves, Anthony?”, intervino el empresario. “Te dije que eres un gran escritor, pero no has querido creerme.”
Anthony al instante bajó la mirada. Se sentía un completo fracasado.
El hombre, al verlo así, cabizbajo, se le acercó, se hincó frente a él y, adoptando una voz hermosamente paternal, se puso a decirle:
“Muchacho. ¡Yo no sé, ni puedo explicarme, qué es lo que haces perdiendo tu tiempo en el Country Club!” “…No sabes lo que yo habría dado por haber tenido un hijo escritor tan brillante como tú…”
Anthony, rápidamente sintió hacérsele un nudo en la garganta. Sentía que ya no podía tragar aire.
“Y, ¿tu hijo? ¡¿Dónde está él?!”, preguntó, para así tratar de desviar la conversación. “Dijiste que tenías uno. ¿Verdad?”
El empresario, adoptando una voz de decepción, le respondió:
“¡Ah! ¡Ése!” “¡Se ha ido con sus amigos! No ha querido quedarse a cenar con nosotros…”
“Lo siento mucho”, respondió Anthony. Y de verdad lo sentía.
“¡Ah! ¡No te preocupes!”, lo tranquilizó el empresario. Y después calló.
La joven hermosa se había ido a la cocina a ayudar a su madre. La sala ya llevaba estando en silencio varios minutos. Anthony, sentado en su lugar, de repente, empezó a sentir una opresión terrible sobre su pecho.
En su mente se puso a pensar que no iba a poder soportar cenar con estas tres personas. Y, debido a esto, luego de buscar en su imaginación, al fin se le ocurrió inventar una excusa perfecta para huir de aquí.
“¡Me duele el pecho!”, anunció al empresario. “¡Creo que es Covid!” Y, poniéndose de pie, finalizó diciendo: “¡Será mejor que me vaya ahora mismo! ¡No quisiera que se contagien por mi culpa!”
Sin darle tiempo al empresario de reaccionar, Anthony caminó rápidamente hacia la puerta.
“¡Buenas noches!”, dijo, mientras sostenía con su mano aquel pedazo grueso de madera exquisitamente barnizada. “¡Gracias por la invitación!”
Luego, apenas y puso un pie afuera, arrancó a correr.
“¡Anthony!”, gritó el empresario, quien ahora se encontraba parado en el umbral de su puerta. “¡Regresa! ¡NO TE VAYAS!”
Pero Anthony, llorando un mar de lágrimas por su pasado tormentoso, y también por el recuerdo de su amigo muerto, jamás se permitió escuchar todas aquellas palabras del empresario.
Mientras corría y corría, con su corazón destrozado por el dolor, su mente no dejó de repetirle las palabras que el empresario le había dicho hace apenas unos instantes:
“…No sabes lo que yo habría dado por haber tenido un hijo escritor tan brillante como tú…”
FIN
Anthony Smart
Diciembre/05/2022