* Los sismos de los días 19 de septiembre nos han dejado lecciones que tendemos a olvidar. Los años de 1985, 2017 y 2022 definitivamente nos han recordado la fragilidad de nuestras vidas; por ello es necesario, para quienes habitamos zonas sísmicas, desarrollar una cultura que nos permita estar preparados antes, durante y después de un sismo, con el fin de afrontar el desastre en las condiciones menos desfavorables.
* En la gestación de esta cultura resulta de primer orden la participación de las redes sociales y los medios de comunicación masiva, principalmente radio y televisión, que podrían difundir información vital para sus audiencias, más allá del entretenimiento banal.
Por Carlos Alberto Duayhe
Norberto Hernández Montiel es un periodista con más de cuatro décadas de experiencia y muy cuidadoso e informado en sus artículos de opinión (Ojo Público) en Voces del Periodista Diario, página que se le puede leer y seguir. Participó activamente con Raúl Correa Enguilo –fallecido éste el 15 de enero del 2021- en la Fraternidad de Reporteros de México A.C., organismo que lucha intensamente por los derechos difíciles de lograr, de los periodistas y comunicadores. Norberto escribió una gran crónica de su experiencia en el tremendo sismo de 1985, del cual sobrevivió, que podrán conocer luego de algunas peguntas relativas a su carrera.
– ¿Cuándo comienzas tu carrera en el periodismo, Norberto?
-Comencé en 1980, en la agencia llamada Informex, que ya desapareció y no tiene que ver con la de Organización Editorial Mexicana. Ahí compartí espacio con Jesús Sánchez, ex condiscípulo en la FES Acatlán. Era reportero de guardia y entre mis funciones estaba tomar nota por teléfono a los reporteros y redactar los informes de lo que ahora sería seguridad ciudadana (policía, Cuz Roja y Bomberos).
-De tus maestros y compañeros en esta carrera ¿a quiénes recuerdas?
-Mis maestros periodísticos fueron Carlos Payán Velver y Miguel Ángel Granados Chapa, que fueron mis superiores en “La Jornada”; José Reveles, mi director en “Filo Rojo de México” y “De Par en Par”. Entre mis compañeros fundamentales estuvieron René Delgado, Julio Hernández López, Carlos Fernández-Vega y mi querida amiga Cristina Martin Urzaiz, de la época de “La Jornada”; en “Filo Rojo” y “De Par en Par”, Roberto Hernández. En la fundación y los cuatro primeros años de la Fraterniad de Reporteros de México A.C. (Fremac), Raúl Correa, el primer presidente de la organización.
– De tus experiencias profesionales ¿qué nos dices?
-La cobertura de la Ciudad de México, en “La Jornada”, que me dio material para la redacción de mi tesis de licenciatura en la UNAM; la fundación de este periódico fue muy importante para mi carrera; el descubrimiento periodístico de Superbarrio, por el cual me entrevistaron para “Der Spiegel”; la fundación de la Fremac y la oportunidad de ser secretario de Defensa de los Derechos de los Periodistas.
-¿A quiénes les tienes reconocimiento?
-Por su bonhomía, a don Carlos Payán. Por su amabilidad como superior, y la invitación a publicar en la revista “Mira”, al maestro Granados Chapa. Por todo lo que pude aprender con él, a José Reveles; por su amistad, que supo mantener inclusive como jefe, a Roberto Hernández. Por la oportunidad de volver a publicar, a Mouris Salloum, de “Voces del Periodista Diario”. En esta clase de preguntas creo que siempre comete uno injusticias. Son los que más recuerdo.
– ¿Te ha sido útil el internet?
-Por el momento, estoy publicando la columna ‘Ojo Público’, en “Voces del Periodista Diario”. Espero aprovechar esta experiencia para continuar el trabajo por Internet.
-¿Cómo aprecias las redes sociales?
-Creo que son una gran oportunidad para reinventarnos como periodistas. Tenemos formación y experiencia, que son fundamentales para aprovechar estas herramientas.
Te envío una crónica de los sismos de 19 y 20 de septiembre de 1985. Espero que como anécdota no resulte muy larga.
El 19 de septiembre de 1985 tenía apenas cuatro meses de casado y habitaba, con mi amada esposa Silvia, un departamento en Artículo 123, a unas calles de “La Jornada”, que se ubicaba en Balderas 68; ella coordinaba la Síntesis Informativa de Banca Serfín, frente al Palacio de Bellas Artes, donde entraba a trabajar a las 7:30, hora fijada por los directivos de la institución, nacionalizada con el resto de la banca tres años atrás. Anoto el dato por si a algún colega le parece insólito el horario, debido a que la hora habitual para iniciar labores de esa naturaleza son las cuatro de la mañana. Por ese motivo, a las 7:19 todavía estábamos en casa, cuando la puerta de nuestra recámara comenzó a azotarse violentamente contra la pared. Yo estaba todavía en la cama, disfrutando el recuerdo de la celebración adelantada del primer aniversario de “La Jornada”, el cual por algún motivo se llevó a cabo el día 18, con todo y El Grito, que dio Carlos Payán, en el Salón Margo.
–¡Está temblando!– alertó la voz de mi amada, desde la cocina, donde preparaba el desayuno.
Escuchamos un imponente estruendo
Traté de tranquilizarla, sin levantarme todavía de la cama, porque hasta entonces ningún sismo me había dado motivos de alarma. Ella llegó a la recámara cuando el movimiento, que había comenzado como oscilatorio, cambió a trepidatorio. A pesar de que no nos ofrecería gran resguardo, para tranquilizarla le indiqué que en el marco del clóset podríamos protegernos de algún posible derrumbe. Realmente no creía que esa estructura aguantara, pero tampoco suponía que el departamento podría caer. Fue una verdadera proeza recorrer los tres metros que separaban la cama de nuestro supuesto refugio, ante la violencia del movimiento. Llegamos al guardarropa, abracé a Silvia y escuchamos un imponente estruendo, con el cual se mezclaron gritos y sonido de cristales rotos. Tuve la ilusión óptica de que el departamento caía sobre nosotros. El tiempo se alargó y ni el sismo ni el miedo cesaban. Cuando la tierra dejó de moverse salí al pasillo que conducía a la puerta de entrada y advertí una ligera nube de polvo. Abrí la puerta del departamento y vi una densa polvareda, mezclada con hedor a gas, que me lastimó la garganta de inmediato, así que cerré y regresé con mi esposa, que estaba en shock. Le dije que debíamos salir sin demora, así que me vestí y nos dirigimos al departamento de enfrente, habitado por Rosita, una afable anciana hispana que vivía sola. Tocamos y abrió, apenada por “tanto desorden”. Le explicamos lo sucedido y le pedimos que nos acompañara a la calle, porque ignorábamos si el edificio era un lugar seguro.
Bajar la escalera
Bajar por la escalinata semicircular, con Rosita de la mano, era lo más parecido al descenso por la ladera de un cerro, a causa de escombros cuyo origen no atinábamos a imaginar. Más tarde sabríamos que provenían de los pisos superiores de la Central Victoria de Telmex –localizada a espaldas de nuestro inmueble–, los cuales se habían derrumbado a causa de varias toneladas de sobrepeso en cables. El terremoto había sorprendido a un grupo de infortunadas telefonistas que desayunaban, después de su cambio de turno. La calle era un caos de personas que lloraban o deambulaban, atónitas ante tanta destrucción.
Los datos comenzaron a fluir
Caminamos hacia la Alameda Central sin darnos cuenta, y ahí hallamos al viejo Hotel Regis convertido en escombros, con su letrero incompleto coronando las ruinas. Los sentimientos se agolparon. Había sido no sólo sitio de referencia, sino de reuniones estudiantiles, después de que asistíamos a alguna función en su cine, donde vimos películas que sólo se programaban en la Cineteca Nacional, incendiada en 1982, o en la Muestra Internacional de Cine. Mi esposa y yo nos dirigimos a Balderas 68, el edificio de “La Jornada”, porque no le habían permitido la entrada a trabajar en el banco. Fuimos los primeros en llegar y ella me ayudó a monitorear los noticieros de radio, porque las instalaciones de Televisa habían caído también. Los datos comenzaron a fluir. Se había tratado de un terremoto de 8.1 grados en la escala de Richter, con duración de casi cuatro minutos y epicentro en Michoacán. Poco a poco nos fuimos enterando de la magnitud de la desgracia: los derrumbes del edificio Nuevo León, en Tlatelolco, la Torre del Hospital Juárez, el Hospital General, el Centro Médico, los talleres de costura de Tlalpan, edificios de departamentos completos. Era imposible creer lo que se iba conociendo paulatinamente.
Entrevista con Miguel de la Madrid
No supe a qué hora llegó mi ahora fenecido colega Enrique Garay –homónimo del famoso especialista en deportes–, pero recuerdo que ambos, al enterarnos que el entonces presidente, Miguel de la Madrid Hurtado, realizaba un recorrido por el Centro Histórico, y en ese momento se hallaba en la esquina de Juárez y Balderas, acudimos y participamos en una conferencia de prensa improvisada en la calle. Debido a los imperativos del trabajo, ese día sólo pude hacer una nota en la que se detallaban daños en las delegaciones (hoy alcaldías) del gobierno capitalino, y dejé este relato para más adelante, pero nunca creí que fuera a hibernar 35 años. Constaté que mis padres se hallaran bien y esa noche mi esposa y yo pernoctamos en la casa de mi suegro, quien nos brindó su hospitalidad, en una zona de construcciones de una sola planta, porque no queríamos regresar a Artículo 123 ni a lugar alguno donde hubiera edificios. Después me dediqué a dar seguimiento a la problemática de los afectados y las organizaciones que se agruparon en la Coordinadora Única de Damnificados (CUD).
La información, vertiginosa
La información se acumulaba con una velocidad vertiginosa. Se supo de los cuerpos con señales de tortura en la Procuraduría General de Justicia del DF; de las costureras atrapadas, mientras sus patrones rescataban telas y bienes; edificios pésimamente construidos y una enorme cadena de irregularidades, además de desgracias inevitables.
Nombres y apellidos muy cercanos
El trabajo periodístico implica mantener cierta distancia respecto a los hechos, pero eso fue imposible, con más razón al saber que los fallecidos tenían nombres y apellidos muy cercanos. María Eugenia Morales Barragán y Minerva Venegas Crespo, hermanas de dos de mis mejores amigos de la adolescencia, habían estado entre las víctimas letales. La familia de María Eugenia iba a salir de la ciudad y ella se quedó en casa, muy cerca del Metro Insurgentes. Su hermano, mi amigo Félix, estaba con sus padres, su hermano y hermana en el Aeropuerto Benito Juárez y no pudieron abordar. Cuando regresaron, el edificio donde vivían estaba convertido en escombros. Minerva, hermana de mi amigo Francisco, tenía muy poco tiempo de haber terminado la carrera de Medicina, y murió en el Centro Médico; se quedó a dormir ahí porque había participado en varias cirugías y se hallaba agotada. Leticia Hernández López, mi ex novia, una soprano excepcional, había quedado, con su progenitora y casi todos sus hermanos, cónyuges y sobrinos, entre los restos de lo que fue un bello edificio en las inmediaciones de la SCOP. Durante días no recordé que el 19 de septiembre había sido el cumpleaños de mi hermana, Magdalena. “La Jornada”, como diario, y todos nosotros, perdimos al gran reportero Manuel Altamira, quien no alcanzó a abandonar su departamento en la Zona Rosa. Rockdrigo González, quien había tocado su guitarra y entonado sus “urbanhistorias” en el Margo, murió con su esposa. El dolor era muy intenso y la información no se detenía… tampoco las placas tectónicas. Al día siguiente, la Redacción de “La Jornada” estaba saturada con el tableteo de las máquinas de escribir mecánicas, cuando sentimos que el suelo volvía a moverse. Lupita Bringas, secretaria del maestro Miguel Ángel Granados Chapa, gritó lo que todos temíamos:
–¡Tiembla!
Nos levantamos con temor, imponiéndonos calma mutuamente y salimos a la calle con la mayor serenidad posible. Ya sobre Balderas, veíamos como amenaza a todos los edificios cercanos: el que entonces albergaba oficinas del Inegi, frente a “La Jornada”; el de “Novedades”, en la esquina con Avenida Morelos. Alguien sugirió que fuéramos a La Ciudadela, pero José Ureña nos cortó el paso; explicó que si se acordonaba la zona no nos permitirían regresar, así que nos quedamos en la esquina de Balderas y Victoria. Observamos hacia el norte y vimos el resplandor de un incendio en lo que quedaba del Hotel Regis. Cristina Martin, mi compañera en la cobertura del sector urbano, me enseñó a una humilde familia que cargaba con unas cuantas pertenencias, caminando rumbo al sur. Ambos lloramos y nos abrazamos, impotentes ante tanta desgracia. Don Carlos Payán nos llamó, desde la entrada del periódico, para informarnos que, en reunión, la directiva había decidido que “La Jornada” debía circular al día siguiente; nos invitaba a regresar al trabajo y decía que quien no quisiera hacerlo no iba a ser mal visto. La mayoría volvimos. En la ciudad, hombres y mujeres, sin importar la edad, rascaban la tierra, ofrecían ropa y alimentos, conducían el tránsito e iniciaban el rescate de la familia en la que nos reconocíamos todos.