Magno Garcimarrero
Escribo desde mi cama, convaleciente de las vacaciones de semana santa, ritual obligado para un fatigoso descanso. No sé si sobreviviré a los cuatro días de asueto dentro de los cuales nos permitimos todos los excesos que en condiciones de burocrática normalidad se evitan.
Me pregunto ¿Quién inventaría que la playa y la montaña son los mejores lugares para pasar vacaciones?
El jueves santo salimos muy temprano la familia de cuatro, dentro de mi auto que ya no paga tenencia, rumbo a las costas de la Villa Rica a dónde va la gente a quien no le alcanza el sueldo para pagar hotel de cinco estrellas en Boca del Río. Llevamos hasta el perico, aunque el gato, más inteligente, decidió no acompañarnos y se nos bajó del coche cuando mi hija, la última en subir, abrió la puerta; le echamos la culpa de la huida del minino, a sabiendas de que de todos modos se hubiera salido por la ventana abierta por la falta de clima artificial dentro de la charchina.
No hicieron falta los atascos de carretera perpetrados por sindicatos inconformes, las casetas de peaje se bastaron solas para estancar el tránsito. A vuelta de rueda avanzamos con el billete de docientos pesos en mano viendo la caseta cerca en distancia, pero muy lejana en tiempo. Nunca falta un vivo con placas capitalinas o del Edo. Mex., que cuando estás a punto de llegar se te mete a la fila con riesgo de provocar un alcance y, si lo logra por tu cortesía, se voltea a pitorrease de ti. Después de la caseta y ya un poco encarrerados, digo, dentro de lo que permite el motor gastadito de mi automóvil, no faltaron detenciones por reparación de la carpeta asfáltica, hecha por trabajadores asoleados y ennegrecidos por la intemperie, que le hacen a uno señas con franelas rojas o paliacates jarochos para que se detenga detrás de una fila gigantesca de camiones de doble remolque, y otros armatostes que no dejan ver lo que pasa adelante, sólo el cambio de textura de la carpeta, avisa con sus ranuras que adelante hay maniobra. Todo mundo dentro del coche se pregunta por qué los operarios de caminos no descansan esos días. La compostura carretera permite que los chilangos y mexiquenses se bajen a las cunetas y rebasen por la derecha a los que estamos cuidadosamente en la fila que no camina.
Por fin llegamos al pueblo de Villa Rica, que ha dejado de ser un lugar romántico y solitario, para convertirse por esta semana en un gran patio de maniobras y estacionamiento con vista al mar.
Sobre los angostos pasadizos que dejan los turistas después de estacionar sus autos, modestos como el mío, se hacen pelotas de frente y de reversa los camiones de La Armada que vigila que todo marche viento en popa. Los restaurantes de tres o cuatro mesas bajo cobertizos de palma, ofrecen cocteles de toxinas de alergia y fritangas aromáticas al más rancio estilo culinario jarocho que, me hace pensar que, si hubiera comido Hernán Cortés a su llegada al lugar, otro gallo nos hubiera cantado. Las cabañas de madera ofrecidas en renta, seiscientos cincuenta pesos diarios, muy baratas, con ventilador, cucarachas por doquier, hormigas, excusado comunal a veinte metros de distancia y regadera a la intemperie, todo compartido con vaya usted a saber quién; aunque, dicho sea en honras del turismo local, de repente se dejan ver algunas jovenzuelas bastante bien estibadas, algunas con cimientos como para seis pisos.
Para el viernes santo la cruda etílica fue curada con cerveza en ayunas a la hora de la salida del sol y sentados frente al levante, sobre sillas plegadizas de tela, de esas que una vez dobladas requieren de un curso y manual del operario para volver a ponerlas en posición de utilidad.
Los que disfrutábamos el amanecer en pleno chacoteo, éramos los mismos que horas antes nos mirábamos con recelo de desconocidos y, a lo mejor entre ellos estaba alguno de los que nos habían rebasado por la derecha y había recibido una andanada de mentadas de madre jarochas.
El día pasó entre tragos, botanas, almuerzo, invitaciones, más tragos, revoltura de todo porque unos llevaban tequila, otros ron, otros cervezas y uno que otro güisqui del más corrientito del mercado. Para el atardecer todos estábamos embarrados de arena, con los ombligos fuera del calzón de baño y mirando pa’bajo.
El sábado de Gloria los chilangos iniciaron el día con su insociable costumbre de mojar al prójimo, así que nos habilitamos con cubetas de todos tamaños y los que no con vasos y culos de coca cola de plástico cortados a modo de que funcionaran como recipientes.
La guerra de agua ocasionó algunos enojos, sobre todo cuando un atrevido bañó a mi mujer a quien no le gustan las bromas y tuve que surtírmelo… o intentar surtírmelo con lo que la diversión se convirtió en una guerra campal de todos contra todos a cachetada limpia, nalgadas, arañazos, hasta que La Armada haciéndose espacio con su carromato monstruoso intervino para meter paz, para que no llegara la sangre al río… bueno, en este caso al mar que para ese tiempo ya estaba picadón también.
Algunas prudentes familias, decidieron cerrar ese día su período vacacional, subir sus chivas a sus respectivas charchinas y emprender el regreso al altiplano, no faltó el cruzamiento de tarjetas de presentación, invitaciones para el año entrante y desde luego disculpas por los excesos y molestias; los más resistentes seguimos consumiendo lo poco que iba quedando, para amanecer el domingo de resurrección como recién resucitados.
Quepa aclarar que las camas de los albergues o cabañuelas de alquiler, no son nada cómodos, que los mosquitos le zumban a uno toda la noche en las orejas y le pican hasta entre los dedos de los pies, que también hay garrapatas que se suben a la ropa cuando se visita el cimiento de la casa de Cortés, que en realidad es lo que queda de una caballeriza.
El último día decidimos ir a “la Quebrada” que es una ranura rocosa entre dos lomas posiblemente basálticas, a la que se llega echando los hígados. En el trayecto de ida y vuelta, no faltó quien se parara sobre las espinas de una mimosa púdica, quien se rayara el cuero con el cornezuelo, quien creyera ver una serpiente y que nos cosieran los moscos a piquetes.
El botiquín de primeros auxilios que llevaba mi señora, fue lo que más se usó en este paseo. Desde lo alto de la loma se puede ver el edificio de la nucleoeléctrica de Laguna Verde. No es como La Quebrada de Acapulco, porque aquí nadie se puede tirar desde arriba… más de una vez. Se puede bajar hasta donde golpea la pleamar, por una escalera de piedras que nos dijeron que mandó a hacer Dante cuando fue gobernador. ¿Pa’ Qué? ¿Quién sabe?
De regreso el domingo, amaneciendo, decidimos coger el camino que pasa por Mozomboa, para no arracimarnos con la chilangada.
Otro viacrucis: tuvimos que vadear un río, ahí se nos quedó la charchina porque se le mojó el distribuidor y hubo que sacarla con ayuda de dos bovinos que la jalaron, luego la talacha de secar cables, bobinas que no tienen nada que ver con los bovinos del arrastre; el camino una lástima, entre baches y topes se hace una eternidad; vinimos a caer por el rumbo de Actopan-Almolonga y ya rumbo al Castillo otro sufrimiento que nos hizo llegar a la conclusión de que este Estado no es turístico, a no ser que sea de turismo de aventura extrema.
He jurado pasar la próxima semana santa en mi oficina, no importa que mis hijos se burlen de mí y me digan que ya estoy como los oficiales de tránsito que cuando les toca día franco se van a parar al crucero.
M. G.