Miguel Valera
Siempre nos decía que era familiar del filósofo y matemático inglés Bertrand Arthur William Russell y que en la memoria familiar guardaba las imágenes de la campiña de Trellech, Monmouthshire, en el sureste de Gales en donde había nacido su tatara tatara abuelo. La verdad yo no le creía mucho, aunque un día estuvo a punto de convencerme cuando se refirió al The Whitebrook, un restaurante de la localidad en donde había probado los mejores espárragos del valle de Wye cocidos sobre brascas de pino, junto con un plato de quesos galés y británico con jalea de níspero, atendidos por el chef Chris Harrod. Casi me convence.
La conocí en una escuela de estudiantes extranjeros en los tiempos en que montado en un Chevy terracota llevaba gringos por aquí y por allá. Como suelo ser escéptico con las primeras impresiones, nunca creí en todo lo que de Salma Russell se decía hasta que un día fui testigo del “dolor” que le pegó en el alma con la muerte de una de sus “amigas”, una chica muy joven, hija única, que en la plenitud de la vida fue herida por un cáncer que terminó con su vida.
Mientras sus padres, en duelo, sufrían la pérdida de la única hija, Russell, que había pasado los últimos días al lado de Ana Sofía, le vacío las cuentas bancarias y se llevó todos los bolsos de marca, joyas y ropa que guardaba en su departamento. Los padres, que confiaban ciegamente en ella, porque parecía una mujer buena, la mejor amiga de la hija que había sido tocada por la enfermedad que la llevaría a la muerte, no repararon en el hecho y le creyeron cuando dijo que ladrones habían forzado la puerta y se habían llevado todo lo de valor, incluyendo la cuenta bancaria. No sé si le creyeron o si de plano ya no les interesó.
Los pocos que se enteraron de esta desfachatez no dijeron nada, porque era difícil de comprobar. Vivía en la avenida Venustiano Carranza de la capital veracruzana en una buena casa y su trato cordial y amable la hacía pasar desapercibida. Un día, que caminaba con mi mascota en esa zona la vi. No quiso saludarme o se hizo que la virgen le hablaba. La verdad, no me interesó, pero ese día pensé en las personas que van a nuestro lado robando, defraudando, aprovechándose de la nobleza y la bondad de otros y luego aparecen como señores, como “dones”, llenos de prestigio.
Un viejo maestro en el periodismo me contó algo parecido de su pueblo, un señor que era “don”, que tenía un gran reconocimiento y prestigio pero que mantenía esclavizados a sus trabajadores, que abusaba de toda mujer que se le paraba en el camino, pero que en el pueblo era estimado, apreciado y hasta reconocido por autoridades civiles, gubernamentales y eclesiásticas. ¡Un caciquillo!
Ese día, al retirarme del parque, no quise emitir juicio, algo que me pasa con más frecuencia. No sé, pensé, recordando una frase de un libro de Manuel Rivas, no hay nada más humano que intentar sobrevivir, y ella lo hacía, aunque pasara por encima de la confianza de los otros.