Eduardo Sadot
El 15 de mayo cuando alguien nos menciona que es el día del maestro, nos evoca recuerdos de infancia y juventud. Al magisterio universal de hoy y de siempre.
De la infancia la maestra del jardín de niños – el Kinder decían entonces – y las maestras nos reprimían y corregían, nos educaban como se decía en ambos idiomas nos enseñaban jugando y jugando aprendíamos a observar a ver y aprender de nuestro entorno, nos consolaban como una madre, sin darnos cuenta, estimulaban nuestras incipientes habilidades, el salón de cantos y juegos, con la maestra pianista que no nos dejaba tocar las teclas del piano y, que en un descuido las tocábamos. El tiempo de las hortalizas y “la mesa de motivación” donde se exponía en miniatura lo que debíamos conocer y reconocer en vivo cuando en la calle o con los padres, ¡Ay qué tiempos, señor son Simón! – así se llamaba una película interpretada por Joaquín Pardavé dirigida por Julio Bracho, mis hijos y mis nietos tienen que saberlo, más allá de sus tablets y el internet.
Quién no recuerda a quien nos enseñó a garabatear nuestras primeras letras quien tomando nuestra mano entre la suya nos guio, a dibujar o a escribir la letra “A” luego las demás, que difícil era hacer la “g” planas y planas en la noche de desvelo hasta terminar las planas y la “f” y luego a unirlas en la letra manuscrita, luego la aritmética, las matemáticas y aprender a hacer el “8” que era más fácil hacer dos bolitas, pero mágicamente – decíamos – los maestros nos descubrían, ante el azoro y misterio de nuestras mentes infantiles de cómo pudo el maestro descubrirnos y, merecimos recibir el inevitable y consecuente reglazo o en la yema de los dedos juntos o en la palma de la mano, la letra con sangre entra – decían – a pesar de los reglazos sin ser masoquista, todos extrañamos esos tiempos, como dijera Rubén Darío “Juventud divino tesoro, ya te vas para no volver, a veces cuando quiero llorar no lloro y a veces lloro sin querer”.
Los que nos enseñaron a escribir, a contar, a leer, a hablar, a declamar, a cantar, a escuchar, a callar, a respetar, a esperar, a saludar, a observar, a amar, a querer, a soñar y a trabajar. Sí a cumplir con las responsabilidades a distinguirlas del juego, a integrase a la comunidad.
Nuestros maestros nos enseñaron con el ejemplo, con su expresión, sabían disimular sus problemas sus tristezas y sus angustias para enseñar.
Los maestros – en mi tiempo – todos llegaban de traje, con los zapatos bien boleados, con la corbata bien combinada y el nudo bien hecho, todo el tiempo de traje, todo el tiempo de corbata, las maestras bien vestidas bien combinados sus colores, ejemplo vivo de “cuando seas grande”.
Luego los maestros de secundaria, ejemplares y exigentes, con los que, ya éramos mayores ¡faltaba más! Ya no éramos niños de primaria o de “kínder”. La química, la Algebra de Baldor y educación cívica – que no civismo – gramática y lengua española, talleres, física y laboratorios, tantas anécdotas, tantos recuerdos y los primeros amores de juventud.
Luego la prepa, la pubertad, la adolescencia, y otra vez los amores que nos asaltan los recuerdos. Después la facultad, el orden, los cimientos del futuro, nuestros mentores, ejemplos profesionales, que otros quince de mayo hemos descrito, ¡salud! Educadoras ¡salud! Maestros, a los que viven y a los que se han ido, pero que viven eternamente en nuestro recuerdo, porque recordar es volver a pasar por el corazón. Y en especial a la educadora y al maestro que me dieron la vida y me ofrendaron su vida.
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