Luis Farías Mackey
En nuestra pasada entrega hablamos de la genealogía de nuestra crisis política: partido hegemónico, voracidades de poder, simulación, partidocracia, dinero, corrupción, electorerismo, impotencia, protagonismos, locuras múltiples y generalizadas.
Mención y desarrollo aparte merece la desigualdad como producto ¿buscado? de todo ello.
Pero no llegamos hasta aquí por generación espontánea y sin compartición de culpas.
Por ello nuestra obligación es comprender. Hoy, sin embargo, priva en México un clima de crispación. Pareciera que cualquier cosa que se expresa tiene forzosamente que ser en contra de alguien y responder a una maldad congénita, omnipresente y omniabarcante. Hemos construido un México de parcialidades incomunicables y amuralladas. Tal es el problema, hemos cargado las palabras y la conversación de significados rijosos, de exclusiones irreconciliables, de filos de muerte.
Pero las armas y la lucha, dice Arendt, “pertenecen al dominio de la violencia y la violencia, a diferencia del poder (yo cambiaría el concepto por el de política), es muda”. Muda porque acaba allí donde cesa el discurso.
Las palabras, pues, que no utilizamos para discursar entre nosotros, sino para desencontrarnos, han perdido su significado y fuerza comunicantes, se han vaciado de contenido y se han llenado de emociones de rencor y resentimiento. Hablan a las tripas desde las tripas, ya no conversa el espíritu.
Hoy las palabras, o adoctrinan o fulminan, pero no comunican.
Y al perder su condición comunicativa nos privan de la posibilidad de comprender. Por la comprensión nos reconciliamos con el mundo, porque el resultado de la comprensión es siempre el sentido. Y, claro, en tanto no comprendamos ni nos reconciliemos con el mundo, lo padecemos, lo cargamos.
El adoctrinamiento es siempre totalitario, toda vez que pretende imponernos una sola manera de apreciar y comprender al mundo, es una forma siempre violenta, impuesta, sorda. La Cuarta Transformación no es ninguna evolución, es el adoctrinamiento de un pensamiento único. De allí la desesperación, trampa y prisa de López por garantizar la permanencia de su grupo y pensamiento único para, a través de los nuevos libros de textos gratuito, como los nazis, apoderarse de las infancias mexicanas.
El sinsentido también se da en ciertas épocas en que los significados y categorías de pensamiento han sido rebasadas, cuando, diría Tocqueville, el pasado ya no alumbra el provenir y avanzamos entre las tinieblas. Y en esos tiempos estamos. Tiempos de desconfianzas, de paranoias, de aislamiento, de recelo: de enemigos.
En estos momentos, decía Kant, la estupidez deviene en enfermedad de todos. Y nuevamente regresamos al silencio que queda cuando las palabras se convierten en ruido y balas.
Lo peor no es que perdamos la capacidad de sentido y de comprensión, sino que terminemos aceptando que ambos son imposibles y el mundo se colma de perogrulladas y tautologías sin significado. Entonces los lugares comunes y los clichés llenan el espectro, pero nada dicen, como “transformación”, “proyecto”, “sociedad civil”, “unidad”, “alianza”.
Pues bien, es en estos momentos hay que hacer valer los derechos al pasmo y a la comprensión.
Por el primero, hacemos valer nuestro derecho a la admiración y asombro extremados, que dejan en suspenso la razón y el discurso, y allanan en nuestro interior caminos no recorridos que llaman al ensimismamiento para conversar consigo mismo sobre ese acontecimiento que nos interpela en lo más profundo de nuestro ser. Ello implica abandonar el mundo de las superficialidades, distractores, espectáculos y memes. Salirse del consumismo de informaciones y de emociones, de “La caverna digital”. Pensar, pues.
Por la segunda, apelamos a comprender y discursar. Porque la comprensión no puede permanecer muda. Pensar y comprender son acciones en la individualidad, silencio e invisibilidad de lo que acontece en la mente humana, que solo adquieren, si se me permite el término, entidad, cuando se expresan. De allí que para Kant la libertad política sea “hacer uso público en todas partes de la razón” y, lo más importante, que “aquel poder exterior que arrebata a los hombres la libertad de comunicar públicamente sus pensamientos, les quita también la libertad de pensamiento”.
Desgraciadamente hace mucho que cruzamos ese Rubicón, toda expresión hoy es vista como arma y traición, toda conversación como rijosa y desconfiada, y todo intento de comprensión como un artero ataque a las verdades reveladas y en nosotros encarnadas.
A quienes así piensan temo decirles con Arendt que “yo lo que quiero es comprender” para así poder reconciliarme con el mundo y con los demás: Yo escribo para comprender y comprenderme, sólo para eso.
Y los invito a ello, a comprender. Sin esta gran capacidad humana, la política, la verdadera política, no la electorera, no la publicitaria, no la académica, no la del espectáculo, no la digital, no la conductista; la política que media entre los hombres y los hace uno en su diversidad, deviene imposible.
Pregunta: ¿Será posible antes de las elecciones del 2024 hacer un auténtico ejercicio de comprensión, o se nos ira el tiempo discutiendo las formas de ponernos de acuerdo para ponernos de acuerdo?