Mauricio Carrera
Algo tiene la marimba que me remonta al rito de la alegría y la nostalgia. Tal vez sea su música de maderas con algo de la huella que nos ha dejado la selva primordial en nuesro descuadrado perfil de civilizados. Tal vez sea su sabor antiguo, donde se me amontona la niñez al ver a mis padres bailar “Nereidas” al ritmo de danzón con la veloz autoridad de las baquetas.
Pienso en ello –nostalgio, rumio recuerdos- al escuchar en mi calle de urbe apocalíptica “El mariachi loco” con la frondosa marimba. Más tarde, “Canción mixteca”.
Algo en el corazón se alegra, algo en el alma se estruja por los huecos que poseen la altura del frío y las orfandades. Así es la vida, que pasa en nuestra memoria, piel y cicatrices por el tamiz de las canciones e instrumentos musicales.
La marimba resuena. La escucho clarito y es como un día donde se impone la fiesta, el baile, la sonrisa, la caricia y la copa. Los músicos, un viejo maestro y dos jóvenes aprendices, acaso sus nietos, tocan serios y asoleados a un par de casas. El hambre, la falta de trabajo, la pandemia, la carestía, la austeridad, la búsqueda del pan y el agua, aunque sea ardiente, los ha convertido en músicos ambulantes. Llevar una marimba calle por calle no es poca cosa. Son como Atlas con su mundo de sonidos, percusiones y ancestral pobreza.
Escucho “La zandunga”. Es como echarse un mezcal al oído.
Salgo a la calle. En el sombrero que me extienden, pongo algunos pesos